(…) Entre 1920 y 1924 la compañía de ballet sueco se había convertido en la más parisina de las compañías de danza. Su animador, Rolf de Maré, rodeado de colaboradores cuya lista testimonia su clarividencia o sus talentos adivinatorios, había alquilado el teatro de los Campos Elíseos, que, desde 1914, era un palacio de la bella durmiente, nuevo, suntuoso y vacío. Este teatro, cuya dirección había sido confiada a Jacques Hébertot, fue por aquel entonces un magnífico hormiguero de actividad artística. En la escena principal y entre otras atracciones siguieron a los ballets suecos los ballets rusos de Diaghileff, la ópera de Viena, la compañía de Stanislavsky y el teatro Kamemy de Moscú, que montó obras tan diferentes como “Fedra”, de Racine, y “Giroflé-Giroflá”, de Lecocq, con montajes que harían palidecer a los más atrevidos innovadores de la actualidad. En el teatro de la Comedia y en el Studio trabajaban Jouvet, Pitoeff y Baty. Y en los pasillos, entre los bailarines, cantantes, directores de orquestas y comediantes de todas las nacionalidades, podíamos tropezarnos con Claudel, Cocteau, Cendrars, Honegger, Milhaud, Poulenc, Auric, Bonnard, Chirico, Laprade, Léger, Fujita, etc. Un “etcétera” de calidad. Cerca, en la terraza del “Francis”, estaba el segundo hogar del teatro y Giraudoux veía pasar por allí, cada noche a la misma hora, a una anciana curiosamente emplumada. Por obra y gracia de la poesía se convertiría en “La Loca de Chaillot”.
En noviembre de 1924, la última producción de la compañía de ballets suecos se anunció así:
“ENTREACTO. Ballet instantaneísta en dos actos y un entreacto cinematográfico y ‘La Queue du chien’, de Francis Picabia. Música de Erik Satie. Decorados de Picabia. Entreacto cinematográfico de René Clair. Coreografía de Jean Borlin.”
En atención a los futuros historiadores del espectáculo debo añadir que nunca se supo, en realidad, por qué ese ballet era “instantaneista”. En cuanto a “La Queue du chien” nadie vio ni la sombra. Pero para Picabia, uno de los grandes creadores de este tiempo, no significaba mucho un invento más o menos. Cuando lo conocí me explicó que deseaba proyectar un film entre los dos actos de su ballet, al igual que se hacía, antes de 1914, en el entreacto de los cafés-conciertos. Y como yo era el único en la casa que se preocupaba por el cine había recurrido a mí. ¡Qué suerte para un debutante! Mi equipo se formó rápidamente; contraté a un operador, a dos jóvenes que, con el título de ayudantes, hacían toda clase de trabajos y a un director de producción, una de cuyas tareas, y no la más fácil precisamente, fue la de encontrar aparcamiento todas las noches a un coche fúnebre alquilado a las pompas fúnebres. Nadie quería darle asilo por la noche a este vehículo al que, por el día, se le enganchaba un camello. Así lo requería el guion.
De este guion Picabia solo conocía lo que él mismo había escrito en una hoja de papel de cartas, con el membrete del “Maxim’s”, y grande fue mi satisfacción cuando, al presentarle el film terminado, le oí reír por lo que yo había añadido. Satie, el viejo maestro de la joven música, cronometraba con un cuidado meticuloso cada secuencia y preparaba así la primera composición musical escrita para el cine “imagen por imagen” en una época en que el cine aún era mudo. Extremadamente concienzudo, temía no acabar su trabajo en la fecha fijada y me enviaba, moldeados en una caligrafía inimitable, llamamientos amables y acuciantes: “¿Y el film? … El tiempo pasa (y no vuelve a pasar). Me entra ‘canguelo’ de pensar que usted me ha olvidado. Sí… Envíeme rápidamente los pormenores de su tan maravilloso trabajo. Muchas gracias. Suyo.”
El tiempo pasó y no volvió a pasar, pero todo estaba preparado para el día previsto. El suntuoso decorado que Picabia había imaginado para su ballet, y que se componía solo de reflectores metálicos, se levantaba sobre el gran escenario. Los bailarines ensayaron por última vez bajo la dirección de Jean Borlin. Desormiere dio las últimas instrucciones a la gran orquesta que dirigía. Para nuestro film se instaló una cabina de proyección en la segunda platea. Y llegó la gran noche. Picabia no había dejado de provocar a los futuros espectadores, escribiendo en el programa: “Me gusta más oírlos gritar que aplaudir.” Por su parte, Satie, después de haber declarado que había compuesto para nosotros, que éramos buenos muchachos, una música “pornográfica”, moderaba esta declaración añadiendo que no tenía intención de hacer enrojecer ni a un bogavante ni a un huevo. Y el todo París de los estrenos, al que atrae siempre la esperanza de un escándalo, se precipitó hacia el teatro de los Campos Elíseos, bien preparado para saborear las más injuriosas sorpresas. La sorpresa no fue de esas que uno puede esperar. Trajes negros y corbatas blancas, hombros desnudos, pieles y diamantes, los invitados descendieron del coche bajo los mármoles de Bourdelle para enterarse de que las puertas del teatro estaban cerradas y de que la representación no se celebraría. Hubo un hermoso griterío al que se añadieron los comentarios de la gente bien informada: “Debíamos habérnoslo figurado… Eso era lo que significaba el título: ‘Entreacto’… Es la apoteosis de Dada… Es el mejor golpe de ese bromista de Picabia…”
Sin embargo, la verdad era más sencilla. Jean Borlin, enfermo, o al que quizás la emoción había obligado a tomar un estimulante demasiado enérgico, no estaba en condiciones de aparecer en escena. Pero esta explicación no convenció a nadie y la mayor parte de los que se volvieron a casa con sus aparatosos vestidos creyeron a pie juntillas que habían sido víctimas de una excelente broma. Algunos días más tarde tuvieron que reconocer su error, cuando se alzó el telón para el primer acto de ‘Entreacto’. Un corto prólogo filmado que yo había rodado a petición de los autores mostraba a estos -inolvidable visión de Satie: perilla blanca, quevedos, sombrero de hongo y paraguas- bajando del cielo al ralentí y lanzando un cañonazo que anunciaba el comienzo del espectáculo. La primera parte del ballet fue bien acogida y duraban aún los aplausos cuando una pantalla bajó del telar. Comenzó la proyección de ENTREACTO.
Desde la aparición de las primeras imágenes salió de la multitud de los espectadores un rumor, formado de pequeñas risas y de gruñidos confusos, y un ligero escalofrío recorrió las filas. Así se anunciaba la tormenta y la tormenta estalló. Picabia, que había deseado oír gritar al público, pudo sentirse satisfecho. Clamores y silbidos se mezclaban con las melodiosas payasadas de Satie, el cual, indudablemente, apreciaba, como experto, el refuerzo sonoro que los protestatarios aportaban a su música. La bailarina con la barba y el camello funerario fueron acogidos como convenía y cuando toda la sala se vio arrastrada al scenic-railway de Luna Park, los alaridos colmaron el desorden y nuestro placer. Imperturbable, Rober Desormiere, luchando con su mecha y la cara como una esfinge, parecía, al mismo tiempo, dirigir la orquesta y desencadenar de su batuta imperiosa un huracán burlesco. Así nació, en el sonido y el furor, este pequeño film, cuyo final arrancó tantos aplausos como abucheos y silbidos.
Hoy, cuando ENTREACTO se proyecta en los cineclubs y en las cinematecas, con la deferencia debida a las antigüedades, uno se ve tentado a rendir homenaje a aquellos que antaño silbaron. El esnobismo ha obligado demasiado al arte como para que merezca ser condenado sin discernimiento. Pero no es saludable que siga siendo privativo de una cierta clase de espíritus. Cuando sus efectos se extienden al conjunto del público es de temer que este fenómeno no presagie la renuncia al juicio individual, la aceptación de cualquier conformismo, la sumisión a toda dictadura de los gustos y de las ideas. Nada más penoso que un público domesticado, un público disciplinado, que se cree obligado a aplaudir en la misma medida en que se aburre, incluso lo que no saborea. Ese público está dispuesto para marchar al paso de la oca. El de los ballets suecos se atrevía a enfadarse. Era el verdadero público, un público vivo.
La crítica fue indulgente con nosotros: no solo los progresistas, desde Léon Moussinac a Robert Desnos, sino incluso los pontífices como Lucien Descaves y Paul Souday, que reconocieron que se habían reído. Pero fue el sutil Alexandre Arnoux el que nos otorgó el elogio más halagador. Mucho tiempo después del estreno en los Campos Elíseos, al volver a ver ENTREACTO en algún cine club, escribió: “Este film siempre es joven. Todavía hoy tiene uno ganas de silbarle”.
Algunos se preguntaron cuál era la parte de lo que se llama “la sinceridad” en este tipo de empresa. He aquí una cuestión pertinente, pero a la que no es fácil responder. Ni yo mismo podría discernir lo que hay de provocación, de mistificación o de serio en mi propia aportación a una obra improvisada para algunas noches y a la que el azar ha hecho sobrevivir. Y la incertidumbre que tengo a este respecto me lleva a plantearme la misma pregunta en cuanto a diversas producciones artísticas de nuestro tiempo. Deseo que un día algún futuro doctor escriba una tesis titulada: “Del papel de la mistificación consciente o inconsciente en el arte contemporáneo”. Créanme, no es un tema despreciable. A veces me he preguntado por qué el nombre de Francis Picabia no se citaba con más frecuencia entre los nombres de aquellos que, para mejor o para peor, han contribuido a crear nuestra época. Creo conocer la respuesta a esta pregunta, que otros también se han planteado: “No quiso nunca jugar al creador maldito y la gente de nuestro tiempo (sin duda para hacerse perdonar los diversos conformismos a los que están ligados) gustan del maldito oficial”. Los jóvenes que frecuentan las cinematecas pueden ver en nuestro viejo film, la escena de un entierro en la que Francis Picabia había pedido que sus iniciales figurasen sobre el escudo fúnebre con las de Erik Satie. Hoy, cuando ya se ha unido con Satie en nuestro recuerdo, rememoro ese desafío elegante que, como enamorado de la vida, parecía lanzar a la muerte. Y repito para mí estas líneas extraídas de un manifiesto publicado en la época de ENTREACTO, estas líneas sinceras y serias en las que él parece definir tanto al conjunto de su obra como a sí mismo: “ENTREACTO no cree en muchas cosas, en el placer de la vida quizás; cree en el placer de inventar, no respeta nada más que el deseo de estallar de risa, pues reír, pensar, trabajar, tienen el mismo valor y son indispensables el uno al otro”.
“El placer de inventar”… Stendhal no lo habría dicho mejor (…).
Rene Clair, Cine de ayer, cine de hoy, Inventarios provisionales, 1974. (extracto)