En la iglesia de Santa María de Tera, la luz atraviesa con una precisión milimétrica un orificio de piedra. Solo dos veces al año. Un rayo dorado que encuentra su destino en el interior de lo sagrado. No es magia. Es ingeniería de lo invisible. Es equilibrio. Y nos muestra el momento exacto del equinoccio. Es la llegada de una nueva época. Elena López y Borja Morgado recuperan ese gesto —antiguo, silencioso, exacto— para recordarnos que la luz también puede ser un algoritmo. Y que lo divino, quizá, se imprime hoy en píxeles.
SplendorIA se despliega como un equilibrio: entre materia y código, entre fe y artificio, entre lo que brilla y lo que enceguece. Como en aquel templo de Zamora, hay una ventana. Pero esta vez no la atraviesa el sol, sino una pregunta: ¿qué queda de la verdad cuando su resplandor lo emiten pantallas?
La exposición que se muestra en La Posta Fundación se articula como un retablo fragmentado. Las obras de Elena López se alzan como vitrales, suspendidos sobre fondo negro. El glitch, no como error, sino como una pátina a las pinturas de las anunciaciones. El dorado —que aparece insistente pero nunca protagonista— funciona como signo de ambivalencia. En un tiempo saturado de brillos, ese resplandor ya no promete salvación, sino sospecha. El esplendor como simulacro. El milagro como render.
Las aportaciones de ambos artistas, aunque formalmente distintas, dialogan en una tensión contenida. López trabaja desde lo pictórico y lo matérico, con superficies doradas, opacas o brillantes que evocan reliquias tecnológicas y fragmentos sacros a la vez. Sus piezas invitan a una contemplación detenida, casi devocional. Morgado, por su parte, presenta una serie de fotografías intervenidas con dorado para producir imágenes que cuestionan nuestra relación con lo simbólico y lo espiritual. Son escenarios de minas de donde se saca el carbonato cálcico presente en las pantallas de los dispositivos digitales. Juntos construyen una coreografía de contrarios: lo sagrado y lo virtual, lo ancestral y lo programado, la promesa de verdad y el eco de su simulacro.
En SplendorIA, lo sensible no es opuesto a lo conceptual: lo encarna. Lo filosófico no es marco, sino materia. Y lo simbólico no ilustra: interrumpe. Hay una crítica, sí. Pero también hay deseo. Fascinación. Porque resistirse al brillo exige primero rendirse a él. Y eso esta exposición lo sabe.
Así, SplendorIA no ilumina: hiende. Y no con respuestas, sino con umbrales. Nos recuerda que cada tecnología es también un mito, y que cada pixel puede ser un ícono. La IA no es un demonio ni un dios. Es, quizás, un nuevo equinoccio: un punto de equilibrio inestable entre noche y día. Entre saber y fe. Entre lo que vemos y lo que (no) comprendemos.
SplendorIA: no la luz, sino el momento en que empieza a inclinarse hacia la sombra