En su maravilloso poemario Carne de píxel (2008), Agustín Fernández Mallo escribía el siguiente verso: «Hay en el píxel una metafísica» [1]. Partiendo de la definición consensuada del píxel, entendido como un elemento mínimo de imagen que contiene toda la información visual posible, el milagro de su metafísica será ir más allá de la realidad material para establecer toda una epistemología de la condensación informacional. Es decir, contar mucho con muy poco. O contar muy poco con mucho. Demasiada reducción, quizás. Demasiada dependencia de otras cadenas de significantes —otros píxeles— para significar.
En cierto sentido, todo píxel contiene un archivo híper-concentrado (como el zumo de supermercado); un sistema que obedece a las demandas de urgencia e inmediatez que impregnan nuestra contemporaneidad. Podríamos decir, incluso, que materializa el último eslabón en el desarrollo de ese vasto archivo digital que es internet, junto al archivo analógico compuesto por documentos impresos. Así es, aquel que existía mucho antes que la red y que constituye, a su modo, otra especie de red tanto material como virtual. En la metafísica y poética del píxel, con su forma ideal cuadrada que tanto ha encandilado a Occidente, se encuentran paradigmas tan dispersos como Platón, Malévich y el microchip.
El paso del archivo analógico al archivo digital (en el espacio cibernético y, más concretamente, en repositorios bibliográficos específicos e incluso en formatos predilectos como el PDF) constituye en realidad un diálogo múltiple entre archivos; una suerte traducción que se suma al largo proceso de desautorización y secularización de lo impreso, siendo este un tortuoso camino que siempre estuvo acompañado de diferentes formas de democratizar el consumo y el acceso a la información, de diferentes formas de clasificar obras, objetos, cuerpos y discursos. No nos engañemos: son procesos que, no muy diferentes a los desarrollos espacio-comerciales como el supermercado, construyen sus propias tecnologías de información, documentación e institucionalización a través de diferentes cartografías.
La digitalización del archivo y la cultura impresa no sólo supone una conversión de diferentes estratos materiales de papel y tinta a la unidad mínima de información que es el píxel, sino que amenaza con desfigurar por completo nuestra concepción del archivo analógico y, con él, del pasado, al mismo tiempo que nos brinda la oportunidad de acercarnos y reconstruirlo (digitalmente). En este caso, el acceso a la información textual y visual va siempre en detrimento de la realidad material donde se reproducen estos mundos impresos. La temporalidad y materialidad de la cultura impresa se ve simultáneamente deformada y aplanada en ese doppelganger tan útil como perverso que es el PDF, ese formato que pertenece a una orden de documentos que pueden conjurarse a sí mismos por ser a la vez texto e imagen de ese texto [2].
En un artículo fundacional publicado en 2006, Sean Latham y Robert Scholes sugerían que los proyectos de digitalización amenazaban con crear «un agujero en el archivo» al eliminar detalles paratextuales como la portada, la contraportada, las notas editoriales e incluso la publicidad del documento original [3]. De esta forma, no sólo se deformaba por completo el objeto material a consultar, sino que la visualización en la planitud de la pantalla anulaba por completo toda la experiencia multisensorial de la lectura. En este sentido, me sumo a una larga lista de historiadores y autores entre los cuales se encuentran Victoria Horne y Samuel Bibby para reivindicar que la historia intelectual de un documento impreso es indisociable de su existencia como objeto material. Lo que el píxel no puede enmascarar —con su metafísica cuadriculada y su epistemología agujereada— es que no todos los archivos flotan libremente en la nube: la vida social de los documentos debe aprehenderse en la complejidad de sus esferas de producción, difusión y consumo.
De hecho, la sensualidad de lo impreso posee una materialidad que va más allá de los aspectos que se han considerado tradicionalmente como materiales. En este sentido, podríamos plantear ahora toda una metafísica de lo impreso. En palabras de Antonia Viu: «Se trata de una materialidad que supone ver lo impreso como un lenguaje en el que se ensamblan una serie de elementos con una temporalidad e intensidad propias, dadas por sus posibilidades técnicas y las prácticas de las que han formado parte» [4]. La materialidad del archivo analógico no es sólo una condición; es todo un conjunto entretejido de códigos en donde conviven de forma conflictiva la temporalidad, la espacialidad y la discursividad entre la idea y la materia.
Ante esta tesitura, la digitalización del archivo es simultáneamente una condición indispensable de aquellas disciplinas que estudian la cultura impresa (esto es, una apertura a fuentes y recursos) como también una maldición repleta de malas prácticas que tienden a fagocitar toda la sensualidad material para convertirla en una metafísica del píxel. Y así parece atestiguarlo Clifford Wulfman, para quien los periodical studies y otros nichos académicos están inextricablemente atados al objeto digital; por este motivo, el autor incita a trabajar «más allá del PDF», pues los materiales con los que se trabajan en el archivo digital son realmente copias de escritos no digitales, conglomerados que pierden muchas de las condiciones materiales originales para convertirse en otro material con sus propias características intrínsecas [5].
No obstante, el problema dista mucho de ser un asunto nuevo. Es posible encontrar quejas similares sobre las malas prácticas en el archivo analógico mucho antes del desarrollo de las humanidades digitales. También Margaret Beetham, en su temprano e influyente artículo sobre la revista planteada como género editorial, criticaba algunas prácticas archivísticas que modificaban la naturaleza editorial y material del objeto de estudio: agrupar y encuadernar publicaciones seriales en volúmenes (simulando la sensación táctil del formato libro), desechar las páginas con publicidad o créditos como si no fuesen relevantes y otras tantas formas de deformar el objeto de estudio impreso [6].
Huelga decir que no es mi intención desprestigiar la gran importancia de los archivos digitales ni la riqueza de todos estos trasvases materiales, sin importar el paraguas terminológico que los acoja —mediamorfosis, remediación, intermediación, etc.—. Más allá de la compleja coexistencia y transformación mutua de tecnologías de archivo impresas y digitales, no deben subestimarse las posibilidades de las publicaciones digitales, que poseen sus propios códigos bibliográficos. De hecho, muchos autores como Matthew Kirschenbaum, N. Katherine Hayles y Jerome McGann llevan un largo tiempo insistiendo en la materialidad vernácula de los textos electrónicos, así como en la necesidad de leerlos como formas culturales e históricas de manera similar a como se analizan los textos impresos [7].
Lo que debemos hacer es mantener una postura dialéctica con relación a la convivencia conflictiva entre archivos analógicos y digitales, siempre atendiendo a sus puntos de dependencia, autonomía y fricción. Pero reconociendo de igual manera que los PDF no se deshacen ni manchan los dedos, ni desprenden tinta seca, ni huelen a papel desgastado. Huelen a pantalla. Planitud tecnológica. En fin, quizá deberíamos reescribir el título de esta breve reflexión. Quizás al píxel no haya que olvidarlo; hay que perdonarlo.
Referencias
[1] Agustín Fernández Mallo, Carne de píxel (Barcelona: DVD Ediciones, 2008), 41.
[2] Lisa Gitelman, Paper Knowledge: Toward a Media History of Documents (Durham: Duke University Press, 2014), 115.
[3] Sean Latham y Robert Scholes, «The Rise of Periodical Studies», PMLA vol. 121, no. 2 (marzo 2006): 517-531.
[4] Antonia Viu, Materialidades de lo impreso: revistas latinoamericanas 1910-1950 (Santiago de Chile: Metales Pesados, 2019), 10.
[5] Clifford Wulfman, «The Rise and Fall of Periodical Studies?», Journal of Modern Periodical Studies vol. 8, no. 2 (2017): 227-28.
[6] Margaret Beetham, «Open and Closed: The Periodical as a Publishing Genre», Victorian Periodicals Review vol. 22, no. 3 (otoño 1989): 96.
[7] Para acercarse a la coexistencia y autonomía de archivos y publicaciones analógico-digitales, recomiendo consultar Sophie Seita, «Communities of Print in the Digital Age» en Provisional Avant-Gardes: Little Magazine Communities from Dada to Digital (Stanford: Stanford University Press, 2019): 160-89.
Sobre el autor
Javier Iáñez Picazo (Granada, 1997) es investigador predoctoral en el Departamento de Historia del Arte de la Universidad Complutense de Madrid, donde trabaja sobre cultura impresa, apropiacionismo y fotografía. Ha realizado estancias de investigación en el Getty Research Institute de Los Ángeles (2023) así como en la Goldsmiths College de Londres (2024). Es autor de varios artículos publicados en revistas académicas, además de haber participado en conferencias y seminarios del ámbito nacional e internacional. Entre otros méritos, ha sido galardonado con el Premio LUR de Ensayo sobre Fotografía 2021 por su primer libro Bucear la herida (Muga, 2022), escrito junto a Manuel Padín Fernández, además del XXIII Premio Internacional de Poesía «Martín García Ramos» 2024 por su libro Entretenimiento para incendios (en proceso de edición).
Imagen: Página del tratado de Robert Fludd, Utriusque cosmi maioris scilicet et minoris metaphysica (1617). Procedencia: Wellcome Collection, recuperado de https://wellcomecollection.org/works/tymqmuxa/items?canvas=2