La genealogía de las relaciones entre poesía y terror es tan extensa históricamente que resulta apenas rastreable. A ello contribuye el hecho de que tanto la poesía como el terror son dos sustancias inespecíficas. Se puede estar ante un poema y afirmarlo (no sin cierto titubeo) poema, pero nadie sabe exactamente qué cosa es la poesía, así como se puede estar en una situación terrorífica y no tener la más remota de idea de qué cosa sea el terror o de cuáles sean sus límites. Qué separa la poesía del cuento o qué separa el terror de la comedia es siempre un enigma, y estas líneas abisales, constantemente sobrepasadas, son también fantasmas, constituyen en sí mismas el objeto del terror.
En el camino de pensar qué es y qué no es la poesía de terror o el terror poético, me encontré con un libro del poeta mexicano Luis Felipe Fabre, publicado en 2013 y titulado precisamente Poemas de terror y de misterio. Pese a lo explícito de su título, lo más interesante del libro es que, sin enunciar en ningún momento esta intención, todos los poemas inventan su propia definición (heterodoxa, juguetona, un poco cínica a ratos) del terror y de la poesía. En algunos poemas el punto de partida son los ya manoseados códigos del género (chicas desaparecidas, zombies, monstruos, canibalismo, etc.), relanzados en otra dirección o hacia otro sentido, pero en otras tantas ocasiones el terror irrumpe en circunstancias imprevistas: en una crítica a los artistas de performance,por ejemplo, o en divertidas reflexiones sobre la figura de Sor Juana Inés o sobre la poesía social tradicional. No solo el terror está pensado de esta forma expansiva (sin distancia alguna con respecto al humor, de manera meta-metadiscursiva, buscado más allá de la mera enumeración de motivos temáticos), sino que también el poema se entiende como un artefacto inacabado, siempre abierto a dar cabida a elementos aparentemente ajenos a él. En un momento de hiperproducción académica sobre la literatura de terror, tentados por la necesidad de definirlo todo, la poesía se resiste a toda reducción o pacificación, busca constantemente una escapatoria a los intentos de calcificarla.
En esta misma línea, aunque con una relación todavía más oblicua con el género, pienso en otros dos libros publicados en tiempos recientes: La boca del infierno,de la argentina María Negroni, y Neorromanticismo, del poeta granadino Juan Andrés García Román. Escoger cada uno de estos dos libros es, en realidad, una trampa, puesto que las trayectorias de Negroni y de García Román pueden ser leídas ambas desde la óptica de lo terrorífico en su conjunto, en la medida en que ambas figuran constantemente nuevas formas de lo fantasmagórico. De nuevo, tanto La boca del infierno como Neorromanticismo se construyen sin tener apenas certezas sobre la poesía o sobre el terror, y así, dinamitan las expectativas sobre una y otra cosa. Más bien, ambos tienen una idea más o menos clara de qué no es lo poético o qué concepción de lo poético ha demostrado ya su insuficiencia: el poema como la expresión sentimental de un único yo, por lo general humano, y coincidente en mayor o menor medida con el yo que escribe. Ambos libros sintonizan con múltiples otras voces, psicofonías de épocas pasadas y futuras, criaturas mágicas y desconcertantes que no solo pluralizan el sujeto poético, sino que lo ponen absolutamente en crisis. Ya sea la voz del monstruoso Duque Orsini, en el caso del texto de Negroni, o las voces espectrales y alucinadas del poemario de García Román, en ambos casos el componente terrorífico está en que no parece haber nadie vivo al otro lado del poema. La mano que escribe se mueve, parece moverse, completamente sola, como en esos poemas espiritistas dictados por los muertos a Lizzie Doten. Todo poema invoca a una comunidad de espectros. Leer un poema es aprender a hablar con los muertos, reunir ausencias y presencias; así como escribirlo exige un tipo de relación con el lenguaje que cae siempre del orden de lo ritual. Estos tres libros, aun en su diversidad estética y en su relación, también diversa, con las tradiciones literarias específicas, participan de un mismo movimiento: uno que rebasa umbrales, desequilibra lo posible, hace arder la casa encantada del lenguaje.
Luis Felipe Fabre, Poemas de terror y de misterio
Una bolsa vacía, blanca, de plástico.
Una bolsa de supermercado
con la que el viento juega a los fantasmas.
Una bolsa que se arrastra por la calle desierta
y se eleva
sobre la calle,
sobre las casas, las fábricas, los edificios,
se eleva:
sobre los muertos, sobre los vivos, sobre los zombis,
sobre nuestra miseria se eleva
y se eleva sobre sí
y hace alzar la vista:
una bolsa
vacía y levitada como el corazón de un santo:
aleluya, aleluya.
Juan Andrés García Román, Neorromanticismo
El fragor de taladros
aspiradoras extractores
esconde el vocerío de un panal
de emparedados ¿Cuál
es el máximo de dolor?
¿Un pico en una gráfica
tiene abetos o el dibujo de rombos
de un tambor?
El eslabón de una cadena es una mano
embadurnada en aceite esencial
Hay voces frías
voces amarradas Hombres mudos
con todas sus voces fuera
la llama levitando
a un palmo sobre las velas
el cordón blanco
intacto cables de cobre
arrancados Las sirenas
arrastran voces que
no consiguió un himno
sacar de su escondrijo
cabezas de cerdo y talares
Suele decirse “una voz susurra” o
voz susurrante Es más bien al revés
en el susurro cae
la voz como en un cepo
una a una trasvoces
sentimientos
futuros gestos humanos
siluetas
en grutas prehumanas
Refracta acelera la conciencia
como el diamante que
corta al límite su doble
abrocha la camisa desenterrada
y cosida con hilos de la marioneta
El sol tras el ramaje
tira del portón Sale el fantasma
María Negroni, Exilium
Gran parte
de lo que acontece
en el hogar del miedo
puede explicarse así:
hay mundos
que no favorecen
los hechos,
el jardín no es,
ni ligeramente,
el jardín.
Menos mal que,
de pronto,
un autor malherido
vuelve de ningún lugar
:
las palabras baldías
cavan su propia fosa.
Se iluminan de exilium
los ritmos graves.