El teatro es un lugar cargado de tiempo. ¿Qué supone esta afirmación? ¿Podría decirse lo mismo de cualquier cosa? ¿El mundo, una casa, el cuerpo, un bebe recién nacido o una piedra son también lugares cargados de tiempo? ¿Y si es así, cómo entender esta relación? ¿Es ahí que radica que esa impresión de teatralidad que descubrimos detrás de cada objeto cuando lo observamos fijamente durante un tiempo?
Se nos presentan aquí al menos dos posibilidades: una consiste en utilizar el tiempo (pasado) como una autoridad para legitimar un hecho presente, por ejemplo, un cierto tipo de teatro, de mundo, de cuerpos, de bebés recién nacidos o de piedras; la otra, en entender ese tiempo como como una potencia de indeterminación, lo que no sabemos de las cosas. La primera se corresponde con una concepción espacial, que es la que mejor dominamos, el teatro como un espacio para la mirada/actuación; la segunda con una aproximación temporal, la escena como un lugar hecho de tiempo o tiempos convertidos en actores de un teatro imposible de contener en un único espacio, que es la que nos supera.
Esta frase viene del entorno del situacionismo, un movimiento ubicuo que ciertamente tuvo mucho de fantasmal, de ahí su potencia expansiva. Detrás de esta idea está la crítica de una época consciente de sus obsesiones: el espacio como garantía de presencia. Es el sueño de los conquistadores.
Si algo sucede, ha de suceder en algún lugar; al contrario, sin embargo, no funciona: puede suceder algo en algún lugar y no suceder realmente nada. En todo caso, esta es la apuesta del Antropoceno, el espacio como garantía del acontecimiento, de ahí la dependencia de su teatro con el espacio. El tiempo no ofrece tantas garantías; se nos va entre las manos, resulta imposible acotarlo. Esto no impide que podamos preguntarnos por el lugar de las cosas cuando ya han sucedido, por el lugar de la memoria, de lo que está pasando y no vemos, o de lo que está por pasar. Es el tiempo de los fantasmas, el tiempo de un mundo imposible de contener en los márgenes de una mirada/sujeto/autoridad sobre la que gira un modelo de teatro fundamentalmente espacial.
¿Dónde está el teatro cuando no se está haciendo? Hay un momento en que se hace la obra, se prepara, se ensaya y se estrena en un lugar y frente a un público. Pero qué queda del teatro antes y después de ese momento, cuando todavía no se ha hecho, cuando son solo ideas, textos, imágenes, cuerpos, encuentros, espacios; o cuando ya se ha presentado, y solo restan impresiones, memorias, críticas, documentos. Antes y después de la obra, el teatro solo existe como una potencia inscrita en unos materiales, cuerpos, relatos. Una potencia temporal en un doble sentido, porque proviene de un tiempo pasado y porque, por haber pasado, podría volver a pasar. En torno a esa potencia se organiza la obra con el fin de ponerla en juego, abrirla, desplegarla. El objetivo no es agotar o identificar eso que tiene de potencial, de indefinido, sino elevar la apuesta. La potencia del tiempo es la potencia de las sombras y las repeticiones, de lo que solo puede volver; la potencia de lo que está siendo sin llegar a ser del todo, de lo que no se puede fijar.
Hay un momento icónico en el teatro del siglo XX, cuando Heiner Müller mediados los años 70, es decir, todavía con la memoria viva de una época de protestas, sueños que podrían haber sido y no fueron, le hace decir no a Hamlet, sino al Actor que hace de Hamlet, que su drama, que es también el drama del actor/autor, no solo no ha tenido lugar, sino que no podrá tener lugar; y a continuación añade, y es aquí donde se abre otra vía, que su drama, de tener lugar, es decir, potencialmente, tendría lugar en el tiempo de la revolución. La revolución como potencia de un tiempo que va más allá de la historia. Después sigue la escena de mayor subidón en la obra, quizá la única en que se respira un cierto optimismo, un monólogo delirante en el que se fantasea con una manifestación puesta del revés, antes de volver a sumirse en la depresión y el encierro por un tiempo (histórico) donde se ha hecho imposible el teatro y la política.
La novedad de este momento no consiste en la negación del teatro, que es un discurso clásico de la modernidad artística, sino en el reconocimiento de ese otro tiempo potencial de los deseos y los fantasmas. Quizás es a esto a lo que se refería el dramaturgo cuando hablaba del teatro como un laboratorio de fantasía social. La imposibilidad de la tragedia y por extensión del arte es un discurso ligado al desarrollo de una concepción lineal del tiempo característica de la historia; la historia tal y como la conocemos hoy, no la historia de lo que podría haber sido o podrá ser, sino de lo que realmente fue. Antes de la implantación de este modelo, derivado a su vez del nacimiento de la ciencia y la economía, los dos pilares de un orden basado en la idea de progreso, la fantasía ocupaba un lugar central en un mundo en el que convivían distintas temporalidades y formas de conocimiento que se cruzaban y confundían. Religión, magia, medicina, astrología, alquimia eran modos de explorar y actuar en un universo que los nuevos descubrimientos habían hecho más grande y desconocido que nunca. No es casualidad que sea entonces cuando la Inquisición ponga a punto su maquinaria para acabar definitivamente con los fantasmas, no con todos, claro, sino con aquellos sin permiso de circulación. De ahí en adelante, con la expropiación de las prácticas de la imaginación y su reclusión en el mundo del arte, si algo pasaba tenía que ser en el tiempo lineal de la historia, que será el tiempo también de los descubrimientos y las conquistas; un tiempo que necesariamente ha de traducirse en espacio. Es la visión de los colonos: el sujeto-actor como agrimensor que delimita un espacio, lo organiza y pone una bandera al frente. A partir de entonces los únicos fantasmas permitidos serán los fantasmas autorizados; el fantasma de la institución, la moral, la economía, el progreso, la historia como un relato fijo, detenido, sin tiempo.
El teatro es el lugar donde se ha hecho más patente este comportamiento, de ahí el conservadurismo de esta institución. Basta con echar un vistazo a la arquitectura de los grandes teatros nacionales cargada de símbolos, escudos y autoridades, o al uso histórico del teatro como maquinaria de adoctrinamiento.
La relación del teatro con el pasado resulta paradójica. Lo que debía funcionar como una bomba de implosión para abrir el presente de la escena, de las palabras, las acciones y los cuerpos, termina funcionando como una forma de autoridad en función de una lectura cerrada del pasado. Vaciado de su potencia de indeterminación el tiempo se reduce a un relato para justificar un orden, un lenguaje y unas jerarquías cuyo instrumento más patente ha sido el texto dramático utilizado como autoridad al servicio de unos intereses presentes.
Llama la atención que todavía hoy sigamos hablando de teatros de texto y teatros de no texto y sigamos entendiendo perfectamente a qué nos estamos refiriendo, aun sabiendo que texto puede haber en todos los teatros; en realidad deberíamos hablar de teatros autorizados y teatros desautorizados, porque el problema no son los textos, sino las formas de uso y las autoridades, que fijan los tiempos y detienen los teatros.