‘El patio número 3’ o la ternura como símbolo de dignidad

Escrito por
Marta García Miranda

“¿Tienes un pañuelo?, me preguntaba mi madre cada mañana en la puerta de casa, antes de que yo saliera a la calle. Como no lo tenía, regresaba a la habitación y sacaba un pañuelo. No tenía el pañuelo cada mañana porque cada mañana aguardaba la pregunta. El pañuelo era la prueba de que mi madre me protegía por la mañana. La pregunta ¿tienes un pañuelo? era una ternura indirecta (…) Solo después salía a la calle, como si con el pañuelo también estuviera mi madre”. En 2009, la escritora rumana Herta Müller contó esta historia en su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, un relato sobre la posibilidad de belleza y ternura en tiempos de horror y barbarie que Müller terminó con la entrega de esa pregunta, ¿tenéis un pañuelo?, a “todos aquellos que, en las dictaduras, todos los días y hasta hoy, son despojados de su dignidad”. 

Quince años después de ese discurso, Víctor Muñoz escribirá una historia sobre una madre, un hijo y un pañuelo que será también símbolo de ternura, dignidad y resistencia en esa intemperie que habitarán siempre los vencidos: el pañuelo blanco que llevará un hombre joven cuando le detengan, le interroguen, le torturen y asesinen; el pañuelo teñido de sangre que su madre se anudará al cuello —un pañuelo como también llevarán las madres argentinas de la Plaza de Mayo muchos años después— cuando el cuerpo de ese joven yazca ya, sin nombre, en una cuneta. El hijo se llamará Manuel Galván Torres y María, su madre, será una de las miles de mujeres —hijas, hermanas, esposas y novias— que, durante la guerra civil, poblarán las colas del miedo, la vergüenza, el hambre y la cárcel, una mujer que peregrinará todos los días a la comisaría de la calle Jesús del Gran Poder, sede de la Gobernación de Orden Público y prisión provisional en la Sevilla de 1936, para dejarle una cesta con algo de comida a ese hijo que una mañana salió de casa y no volvió. Durante dieciocho días, el guardia de la puerta, tan joven como ese hijo, le dirá que Manuel “ha sido trasladado” —el lenguaje de la muerte está plagado de eufemismos— y en esa cola que será procesión y ese portalón que será altar nacerá una conversación y un vínculo entre una madre y un soldado a ritmo de lamento y procesión. 

El patio número 3, publicado por Ediciones del Bufón, es el debut en la literatura dramática de Víctor Muñoz (Estepa, Sevilla, 1980), autor de los poemarios Al vandálico modo y Esta mayoría inválida de hombre, ambos en Ediciones Valparaíso. Con prólogo de Pablo Remón y un ensayo de la historiadora Pura Sánchez como epílogo, el texto comenzará con la frase “así me veo por mal español”, escrita en un cartel colgado del cuello de un esqueleto con gorra militar y puro en la boca. Junto a él, un piano, un cencerro, una radio y, en la pared, una imagen de Los tres cerditos de Perrault y un cristo agonizando en la cruz. Frente al joven maniatado y detenido en ese lugar que antes fue una clase de párvulos, un alférez dirá que “no son tiempos de equidistancia” y en esas palabras pronunciadas por un verdugo residirá la vocación de este texto: “Yo, como escritor —dice Muñoz— le doy la razón a esa frase del alférez, no son tiempos de equidistancia porque nunca lo han sido y ahora tampoco, aunque el pensamiento hegemónico pretenda inculcarnos la idea contraria”. 

Muñoz, que además de poeta y dramaturgo es profesor de Lengua y Literatura en un instituto sevillano, levanta un texto en tres actos y diecinueve escenas cortas a partir de diálogos secos y depurados y acotaciones cargadas de poesía (“Más que una obra es un poema”, dirá Pablo Remón en el prólogo), con una escritura que juega con la repetición en la que avanza y retrocede a golpe de cencerro y copla a medida que va construyendo un vínculo entre una madre y un guardia, unidos por la figura de ese hijo desaparecido. Muñoz escribe una historia de violencia, esa que existía fuera de los centros de detención y tortura y que marcaba el paso en aquellas colas formadas, además, por quienes tanto tiempo han vivido en los márgenes, las mujeres: “Cuando estoy investigando, leo un artículo de un historiador llamado José María García Márquez, que es el máximo experto en represión en la provincia, en el que cuenta toda la historia y pone el foco en esa cola de mujeres que diariamente llevaban comida a sus familiares. Le entrevisto y, cuando vuelvo a mi casa, tengo claro que la historia que quiero contar no es tanto lo que ocurre dentro como lo que ocurre fuera, que es otro tipo de violencia, igual o superior, y que a mí me despertaba más interés, quizás porque está menos contada. La tortura y todo lo que sucedía en los encarcelamientos ya está presente en obras de teatro y novelas, pero decido ubicar la acción en el exterior y dar protagonismo a las mujeres porque me pareció que ahí había un hueco por el que colarse”. 

Fotografía © Mónica Serna

Y en ese mismo hueco, en el que resonarán la tragedia griega y la poética de La Zaranda y Valle-Inclán, Víctor Muñoz rendirá también un homenaje a su propia familia. “Galván era el apellido de mi padre, que falleció hace cinco años, y Torres es el apellido de su mejor amigo, cuya abuela era una de estas mujeres que llevaba comida a su marido a la cárcel. Y el nombre de Manuel viene porque me interesaba jugar con los nombres bíblicos, la madre se llama María, como la virgen, y es una mater dolorosa que busca a su hijo muerto, al que tenía que llamar Jesús o Manuel. Por eso también el guardia se llama Miguel”. Además de usar nombres bíblicos, el autor convertirá la cola de esa cárcel en una procesión que se moverá al mismo ritmo de los costaleros, y la puerta de esa prisión en un altar en el que María llorará a un hijo muerto mientras deposita una cesta-ofrenda con vino y pan. No son decisiones inofensivas o devotas. Muñoz resignifica todo este universo simbólico con una mirada profundamente crítica: “En Sevilla la gente es muy aficionada a la Virgen de la Macarena, de la Esperanza de Triana y muchísimas más, y yo pongo a los sevillanos delante del dolor de una virgen laica que también está buscando a su hijo. Con eso, lo que trato de decir —explica el autor— es que no puede ser que la gente sufra más por el dolor de una imagen o de un mito que por el dolor de una madre real, pero esa es la hipocresía de la religión en la que vivimos. Eso está en Sevilla y en Andalucía, y mi obra pretende ser una crítica”. 

El patio número 3 es, como escribe Pablo Remón en su prólogo, una obra “misteriosa, personal y bella”, un texto que anuncia la llegada de un poeta a la literatura dramática. A esa alegría se suma el anhelo de que su texto se lea, se comparta y, ojalá, se lleve a escena. 

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