Hace un año escribía un texto tardío. Venía de una invitación -y de una motivación aplazada- a hablar sobre nuestra ambigua relación con las redes sociales y la dispersión algorítmica. Era un texto que entraba y salía de la pantalla, repitiendo un hábito adquirido en años no tan últimos. Aunque declaraba mi retraso en el título, su condición fuera -o tarde- de tiempo se debería además a su momento de publicación, al cabo de varios meses. Escribimos en tiempo real, pudiendo movernos hacia atrás y hacia delante con las palabras, pero la lectura de lo que decimos sucede en un después incierto. En aquel texto mencionaba algunos de los deseos inversos del algoritmo: la visibilidad en redes como una forma de pasar desapercibidos, el apoyo a causas políticas como una forma de auto-promoción a través de esas causas o que, dentro de nuestros perfiles, la amistad nunca sea lo desprendida que puede llegar a ser fuera de ellos. Al usar redes sociales como instagram, no sólo aceptamos la manera en la que están hechas, sino la manera en qué nos hacen a nosotros. Pero el mérito no está en ellas, sino en algo mucho más grande de lo que participan: la mercantilización de la vida. Quizás en redes simplemente se hace más obvio cómo la intimidad o la ética se convierten con facilidad en activos dentro una esfera pública hecha de intereses privados. En aquel texto hacía responsable al algoritmo de que nuestros gestos, por altruistas que fuesen sus impulsos, se vuelvan interesados y expectantes al entrar en la economía de la atención. Pero por eficientes que sean los deseos del algoritmo, necesitan de los nuestros para moverse.
Menciono aquel texto tardío porque, al ser publicado, las redes sociales en las que yo estaba cambiaron bastante. De nuevo, no por ellas, sino gracias a miles de personas compartiendo lo que gobiernos, medios oficiales y tantos otros encubren o desfiguran. Entonces y ahora. Era enero de 2024 y el genocidio en Gaza y Palestina llevaba más de tres meses sucediendo, tras 75 años de ocupación colonial por parte de Israel con el apoyo incondicional, el silencio o la indiferencia de Occidente. Después de aquel texto escribiría otro, menos pero igualmente tardío a principios de noviembre, para compartir un desplazamiento algorítmico muy diferente al anterior desde Berlín. Es el movimiento, también la parálisis, de ser testigos en tiempo directo, cada día, de la violencia y de la impunidad de Israel y sus aliados. Terminaba preguntándome que habría pasado en Palestina cuando fuese publicado, consciente de que la temporalidad de un genocidio es muy diferente al tiempo de los debates o al del testigo digital que seguimos siendo. De lo que no era consciente entonces es de que Israel podría seguir su exterminio del pueblo palestino tantos meses después, sin ninguna acción significativa por parte de la “comunidad internacional” para impedirlo.
Escribo aquí después del ataque terrorista de Israel en Líbano y Siria con la explosión de miles de dispositivos electrónicos que estaban siendo usados por alguien en ese momento. Un post que muchos compartimos decía: “la gente tiene miedo de escribir a sus seres queridos en caso de que sus teléfonos exploten: esto es un nivel completamente nuevo de terrorismo psicológico”. Es uno de tantos fragmentos de información que no aparecen en los medios oficiales, más ocupados en remarcar la sofisticación tecnológica de este ataque y la innovación militar de Israel que en las vidas y la muerte de tantas personas en Líbano y Siria. Casi un año más tarde, volvemos a ver mensajes casi idénticos por parte del gobierno de Israel. Entonces la excusa para atacar era Hamás, ahora la excusa para seguir atacando es Hezbolá. Han pasado muchas cosas desde entonces en una situación que sólo cambia para empeorar. Ahora entendemos de cerca cómo se matan y se deja matar a tantos miles de personas. Incluso las estadísticas son parte de la máquina de guerra por toda la vida que dejan fuera de sus registros.
También escribo tarde aquí. Entre una frase y otra me marcho del texto para mirar noticias en redes o para estar en otra parte. Entre unas palabras y otras, Israel ha llevado a cabo un nuevo ataque. Una amiga me escribe para decirme que acaban de asesinar al líder de Hezbolá y que todavía le cuesta mucho entender la dinámica de guerra y genocidio en tiempo real. Personalmente, nunca había pasado tanto tiempo en redes sociales como en el último año. Incluso abandonando alguna de ellas, la pantalla sigue activa aunque mi teléfono esté en reposo. Creo que vivir en Berlín y en un país con un gobierno que apoya activa e incondicionalmente a Israel tiene que ver con una manera más intensa de relacionarnos con las redes sociales o postear en instagram. Pero no tan sólo. El enfado, la rabia o la desesperanza con que tantas veces publicamos también tiene que ver con el silencio general de tanta gente común que sabe llevarse bien con un genocidio y con la violencia de su propio estado, dentro y fuera de redes sociales. A diferencia de otras ciudades, Berlín nos recuerda una y otra vez lo que está pasando desde la represión, censura y violencia estatales. Frases de la resistencia Palestina o críticas al estado de Israel en redes sociales pueden ser consideradas delito de odio. A pesar de sus mitos de libertad y lucha, Berlín nunca dejó de ser Alemania.
Internet y las redes sociales son un lugar donde decir lo que sabemos que no es bienvenido en muchos otros. O de hablar sin tener que guardar tanto las formas, sin preocuparnos de lo que piensa quien está delante, sin tener que citar voces blancas y occidentales para hacernos escuchar. También las seguimos usando para conocer y compartir lugares donde encontrarnos y resistir fuera de ellas. Parte de la censura es hablar midiendo palabras, intenciones y tonos. Quienes callan desvían con facilidad su violencia hacia quienes alzan la voz. Esquivan el problema cambiándolo de lugar y de persona. Parte del enfado, también del cansancio, es intercalar disculpas involuntarias en nuestros comentarios. Sentir la traición de la propia boca, tener que mediar entre lo que pensamos y lo que decimos, dejar que la culpa ajena -y selectiva- sea un problema nuestro. Una realidad permea la otra y terminamos por descartar cosas que habíamos escrito para desahogarnos compartiendo palabras de otros. A pesar de los selfies estratégicos, el algoritmo nos bloquea una y otra vez. Por mucho que las usemos para evidenciar y rechazar tantas mentiras oficiales, no dejan de estar diseñadas por corporaciones que apoyan a Israel y que participan activamente en un genocidio del que hablamos mucho menos, el del Congo.
Recuerdo cuando Instagram se convirtió en twitter a los pocos días del 7 de Octubre. Las capturas de pantalla de una red circulaban con rapidez y urgencia en otra. Aunque la inmediatez política de twitter contagió Instagram, la información se adaptó al diseño de la plataforma. El texto se hizo imagen y el relato carrusel. Pero no sólo el transvase de información era mayor o los contenidos eran otros: el impulso de compartir y decir abandonó en gran medida las ficciones del éxito y la felicidad que mueven Instagram. Las etiquetas y menciones que usan el lenguaje de la intimidad o de la colectividad en beneficio de nuestra imagen desaparecieron de un flujo hecho caudal de noticias que servirían de prueba a Sudáfrica para acusar a Israel ante la Corte Internacional de Justicia en La Haya. Se trataba del presente en Gaza, pero también de los ya 76 años de apartheid israelí en Palestina y siglos de colonialismo occidental en todo el mundo. Creo que por primera vez empezamos a funcionar en red fuera de las lógicas interesadas del networking. Y aunque la intensidad y las energías fluctúan, sigue sucediendo. Como también sucede la violencia aunque no posteemos o apaguemos el teléfono.
Recuerdo que me costase mucho publicar sobre cualquier otra cosa durante un tiempo. Al genocidio en Gaza se unían la Staatsräson alemana y la obediencia de una sociedad civil tan adherida a las narrativas estatales. Empezamos a sentir en presente la historia de los años treinta y cuarenta. Empezamos a convivir con la banalidad del mal. También recuerdo al policía dentro de mí, juzgando a quienes seguían compartiendo destellos de vida feliz que, a la vez, me ayudaban a recordar otros mundos dentro de este. Pero no eran la felicidad o esas otras realidades lo que me agitaba, sino ser testigo de cómo otros pueden interactuar en redes sociales como si un genocidio no estuviese sucediendo. Sin embargo, esto es algo que llevamos mucho tiempo haciendo con genocidios silenciados, como el del Congo y Sudán. Recuerdo, a la vez, escuchar atentamente a otros cuando me decían que la resistencia política existe más allá de las redes sociales. Y que la desesperanza no es una opción. Por fundamentales que se hayan vuelto para evidenciar lo que Alemania y otros siguen negando, hacemos activismo en plataformas corporativas made in USA que no moderan ni bloquean las declaraciones genocidas desde la Knéset o el orgullo criminal en primera persona de los soldados israelíes. Escribo en pasado por referirme a momentos anteriores de esta situación, no porque la situación en sí misma haya cambiado. Desde hace un año desconfío del lenguaje y de mis propias palabras mucho más que antes.
Con el paso de los meses yo también empecé a publicar otras cosas. Todavía mantengo un debate interno y externo sobre la ética de mezclar contenidos. Una amiga me advirtió sobre la ética como dogma o como fórmula. Todavía me pregunto qué sentido tiene compartir un texto, un podcast, un momento fugaz de vida optimista. Aun así, comparto. Y a veces mezclo. Aunque la realidad de tantas personas, incluida la mía, está hecha de muchas otras circunstancias, siento que unas minimizan otras dentro del ritmo secuencial de los stories. Hay un movimiento que produce una forma estándar donde todo tiene cabida, desde los escombros de un bombardeo a una puesta de sol en el parque, pasando por un primer plano miope de unas manos o un mensaje de Bisan desde Gaza. También me ausento conscientemente de internet y las redes sociales, dándome cuenta de una normalización de la violencia cuando vuelvo a ellas y no puedo creer lo que estoy viendo. Todavía espero -sin esperanza- que muchas instituciones de arte digan algo, sobre todo aquellas que tanto han usado la palabra decolonial. Me pregunto qué mundos puede cambiar el arte si no hace hablar al mundo cuando sucede. Y yo misma me repito que el arte no es lo mismo que el mundo del arte, para que siga teniendo algo de sentido dentro de una desorientación que se vuelve descreencia con facilidad. Todavía espero que los newsletters de mi bandeja de email contengan alguna de las palabras que aparecen en tantas conversaciones con otras personas. A la vez, me pregunto sobre el sentido de esperar de los demás o de transferir una responsabilidad compartida de un lugar a otro. Las pocas veces que he salido fuera de Berlín en el último año he sentido a la vez alivio y desasosiego. Estar en lugares donde el clima político es diferente y no bajamos la voz para volverla a subir al criticar a Israel por la calle, me ha hecho sentir paranoica o fuera de lugar. Y no porque en ellos no se luche, al contrario, sino porque la disposición del cuerpo es otra. También me he dado cuenta de que cuando la narrativa del estado o de las instituciones está más cerca de la propia es más fácil relajarse y pensar en otras cosas o estar en varios lugares a la vez. En contextos y ocasiones en los que no me ha sido posible distender, me he refugiado en la pantalla de manera insistente y he echado de menos estar en Berlín.
Estos días vuelven a parecerse a los de hace un año. La diferencia es que ahora Israel está bombardeando Gaza, Yemen, Siria y Líbano a la vez, como dice un mensaje que se repite en muchos perfiles. Dentro de poco volverá a ser 7 de octubre y descubro por redes que hay muchas manifestaciones esta semana. Una de ellas está convocada el 6 de octubre, para recordar que este genocidio no empezó hace un año. Tampoco lo hizo la impunidad de Israel, que ahora sigue invadiendo territorios que no le pertenecen para llevar a cabo su proyecto expansionista “el Gran Israel”. Este texto también se parece al último del año pasado. Es un texto tardío y sin conclusión que interrumpo para entrar en redes sociales y compartir un relato de Fariha Róisín en el que pregunta a quienes leemos: ¿por qué los palestinos y libaneses tienen que ser desplazados por los crímenes cometidos por Occidente?
Sobre la autora
Sonia Fernández Pan escribe y hace podcasts de manera regular. Comisaria (in)dependiente, le gusta pensar en zigzag y en compañía. Las conversaciones amistosas, los deseos y la entropía forman parte de su manera de hacer cosas con los demás. Desde hace años produce la serie de podcasts The Tale and The Tongue para el Institute Art Gender Nature, HGK Basel FHNW. Su último libro, Edit (Caniche, 2022) produce un flujo de remezclas escritas desde y hacia la pista de baile.Trabaja en la confluencia entre artes visuales, música y conocimientos que pasan por el cuerpo.