IRMA LA DULCE

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Poster de la película.

Año de estreno: 1963. Duración: 147 min. País: EE.UU. Género: Comedia romántica.

Título Orig.- Irma la Douce. Director.- Billy Wilder. Argumento.- La pieza teatral homónima de Alexandre Breffort. Guión.- I.A.L. Diamond y Billy Wilder. Fotografía.- Joseph LaShelle (Technicolor-Panavision). Montaje.- Daniel Mandell. Música.- André Previn y Marguerite Monnot. Productor.- Billy Wilder. Producción.- Edward L. Alperson Prod.- Phanlanx Prod.- Mirisch Co. para United Artists. Intérpretes.- Shirley McLaine (Irma), Jack Lemmon (Nestor Patou), Lou Jacobi (Moustache), Bruce Yarnell (Hippolyte), Herschel Bernardi (Lefevre), Hope Holiday (Lolita), Joan Shawlee (Annie La Amazona), Grace Lee Whitney (Kiki La Cosaca), Tura Stana (Suzette Wong).

1 Oscar: Banda Sonora Adaptada.
2 candidaturas: Actriz principal (Shirley McLaine) y Fotografía.

  
Temática:

   Al comienzo de IRMA LA DULCE, el pintoresco personaje Moustache (Lou Jacobi), ese propietario de un pequeño café parisiense en el que conviven prostitutas, chulos y policías, efectúa una vehemente defensa de la economía sumergida aportando criterios técnicos, y acusa al agente Néstor Patou (Jack Lemmon) de actuar como un pequeño-burgués. Algunos apuntes del guión trazan una relación entre los binomios proxeneta/prostituta, opresor/oprimido y capitalista/obrero, aunque añadan que tal dialéctica se produce bajo el signo de la “coexistencia pacífica” entre todos los sectores. No espere, pues, encontrar el espectador un análisis de la prostitución como fenómeno socioeconómico en la sociedad contemporánea, ya que el relato va progresivamente virando hacia lo que termina en realidad siendo un cuento de hadas adulto sobre la búsqueda de la felicidad por la vía sacrificial.

   También es Moustache el depositario de los ingredientes más ácidos del film, en oposición al tratamiento de comedia sentimental que recibe la relación entre Néstor e Irma (Shirley MacLaine), el eje central sobre el que se edifica la película. El barman ha asimilado un tanto caóticamente las enseñanzas del marxismo, el existencialismo o Nietszche, y su mirada sobre los acontecimientos -a los que asiste como espectador, pero también como manipulador- le otorga una interpretación lúcida, fluctuando entre un distanciamiento provocador y una condición de demiurgo capaz de mover con sabiduría los hilos de la trama al estilo de algunos personajes shakespearianos.

   También remite IRMA LA DULCE al dramaturgo inglés cuando entra en escena, en su segundo tramo, el tema de la ocultación de la personalidad y las falsas apariencias, por otro lado tan querido por Billy Wilder: Los disfraces que protagonizan, también, Con faldas y a lo loco y Bésame, tonto, entre otras obras contemporáneas de ésta. Aquí, Néstor se convierte en un lord británico millonario (e impotente) con la pretensión de retirar a Irma de su profesión y disfrutarla en exclusividad (también los celos son un sentimiento pequeño-burgués), mientras trabaja sin descanso en el mercado, como un transitorio proletario, para subvencionar a su ficticio doble. El largo enredo ralentiza el ritmo narrativo, pero posibilita algunos hilarantes equívocos, como los que provocan los comentarios de la chica sobre un juego de cartas, y que el conserje del hotel interpreta como alusiones a las prácticas sexuales de Irma. Como en toda fábula moral, la falta de verosimilitud se adueña de una narración disparatada, aunque no exenta de un encanto casi naif, que incluye la falsa muerte del falso Lord X, la prisión de Néstor, el embarazo de Irma, la delirante fuga de la cárcel, la boda in extremis -para evitar el hijo natural- y el parto en la misma sacristía de la iglesia, con sorpresa final incluida en clave de metaficción.

   Ambigüedad ideológica que obtiene su traslación, asimismo, en la ambigüedad del protagonista masculino, a la vez chulo y cliente único de la mujer a la que ama. Rayando la esquizofrenia, Néstor se debate en una singular secuencia entre las dos personalidades que ha asumido, confundiéndolas ante la mirada escéptica de Moustache; ni es el agresivo y duro proxeneta al que el azar le ha conducido, ni tampoco el protector flemático con que ha pretendido salvar a Irma: Tan sólo un policía, honrado y bien pensante, enamorado. Tal lección no sólo sirve para apuntalar, como era previsible, el orden burgués; también actúa como advertencia irónica para el público norteamericano de comienzos de los sesenta (pensemos en Tashlin, Lewis o Edwards), al que Wilder trata con cierta complacencia tras haber sacudido su conciencia a lo largo de casi dos horas de metraje. Como tantos cuentos, IRMA LA DULCE dosifica juiciosamente -visto hoy, con exceso de juicio- algunos apuntes de subversión en un tono general de comedia moralista. Habrá quien contemple tal combinación como una muestra más de la acidez y corrosividad propias de Wilder; habrá quien, por el contrario, lo entenderá como una prueba de su domesticación por Hollywood. Pero eso, como bien repite Moustache a lo largo del film, “es otra historia”…

Valoración:

   Wilder volvió a utilizar a su pareja ideal Shirley MacLaine y Jack Lemmon en 1963 en IRMA LA DULCE, un musical del que Wilder eliminó prácticamente toda la música; en cualquier caso, todos los números musicales, menos uno. Y tampoco del texto del musical, cuyos derechos consiguió la Musical Company por la fuerte suma de trescientos cincuenta mil dólares, dejó piedra sobre piedra. Prácticamente solo conservó el título: “Irma la dulce”.

   ¿Fueron Shirley MacLaine y Jack Lemmon el reparto “ideal” para la puta parisina y el policía que, por su culpa, se queda sin trabajo y que se convierte en su chulo? Wilder opina, prudentemente, que Shirley MacLaine no estaba precisamente predestinada a convertirse en una puta parisina y que Jack Lemmon tampoco era el hombre ideal para interpretar a un latin lover, dividido entre sus dos personalidades a causa de su pasión amorosa. Así que todo aquello, en aquel escenario de París que tiene un aspecto muy de estudio y el vestuario tan colorido, realmente adquiere un aire cinematográficamente inocente. Hoy.

   En su momento, la película, que rápidamente se convirtió en un éxito de taquilla, se consideró inmoral. En aquella época esto sucedía con mucha rapidez.

   Wilder, eso se dice a su favor, durante toda su vida cinematográfica nunca se sometió a los politiqueos morales. Al contrario.

   La “Legion of Decency” le dio a la película solo la calificación B, igual que había hecho antes con Con faldas y a lo loco o Ariane sobre la que incluso flotaba la amenaza de una C, hasta que Wilder hizo que se explicara a los legionarios de la decencia que Cooper y Audrey Hepburn, mientras suben al tren en el happy end, están absolutamente decididos a casarse inmediatamente después (es decir, una vez acabada la película). La calificación de B para la dulce Irma se justificó del siguiente modo: Aunque la película narra la historia de la “redención de una prostituta”, se concentra tanto en los detalles de la prostitución y es tan seductora en sus vestuarios, diálogos y ambientación que estropea la comedia y en consecuencia tiende ser una burda burla de la virtud.

   La “Legion of Decency” se había fundado en 1934 a través de un comité de obispos católicos. Su objetivo declarado: Movilizar a la opinión pública en contra de determinadas películas y conseguir que los católicos que iban al cine no apoyaran esas películas. La Legión ejerció una gran presión en la industria cinematográfica. Y esta presión se hacía cada vez mayor cuanta menos capacidad tenía la industria cinematográfica para imponer su propio código de moral, el Production Code de la oficina Hays.

   La Iglesia y su Legión establecieron su propio sistema de valoración desde el A1 (ningún reparo moral para su promoción general) hasta C (condenada). Su amenaza era la llamada al boicot desde los púlpitos católicos; a los que iban a la iglesia se les repartían listas de películas. Las empresas cinematográficas estaban así bajo la disciplina de la Legión (cuya política cinematográfica no se liberalizó radicalmente hasta principios de los años sesenta, durante el pontificado del papa Juan XXIII que, contritas, presentaban a piadosos censores los guiones para que fueran autorizados y proyectaban las películas antes del estreno público, prácticamente para obtener su autorización.

   Sorprendentemente, Wilder se acuerda con anecdótica amabilidad de un cura que le mandaron al plató mientras rodaba IRMA LA DULCE. Wilder no lo cuenta a posteriori como un abuso, sino como una especie de humorada al estilo de don Camilo y Pepone: Cuenta cómo el cura se sentía más y más a gusto mientras las actrices disfrazadas de putas daban vueltas voluptuosas a su alrededor. Oficialmente el sacerdote había sido mandado porque en la película aparecía una boda católica, y debía velar para que en esa escena no sucediera nada blasfemo.

   Después de la acidez y el cinismo exhibidos a raudales en Uno, dos, tres, la siguiente comedia de Wilder, IRMA LA DULCE, supone una jugada sorprendente, en cuanto recupera no sólo a la pareja protagonista de El apartamento -Jack Lemmon y Shirley MacLaine- sino también una parte del tono sentimental y melancólico de aquélla. Además, a simple vista, la película muestra una aparente blandura formal que, de entrada, resulta desconcertante viniendo de alguien como Wilder. Pero, por descontado, las apariencias engañan, porque el film da la vuelta a todos los elementos dramáticos y estéticos en los que parece sustentarse y extrae de ellos algo muy diferente, más sórdido y cruel de lo que simula ofrecer.

   IRMA LA DULCE es, en este sentido, un empeño arriesgado y personal por parte de su director, quien tomó prestada una obra musical de Alexandre Breffort e hizo a partir de ella una película sin canciones cuya acción principal se desarrolla en la calle Casanova del parisino barrio de Les Alles, un sector conocido por ser zona de prostitución, llevando a cabo un aparente desprecio del realismo por medio de una estética deliberadamente falsa y estereotipada: Wilder recupera aquí el color, lo cual acentúa el artificio del por lo demás espléndido decorado creado por Alexandre Trauner, y no duda en cargar las tintas en aspectos como el vestuario de las prostitutas callejeras y el de sus atildados chulos. Pero debajo de esta fantasía de contornos amables en realidad se esconde un cínico retrato de personajes y otro acerado discurso sobre la mentira y las relaciones marcadas por la diferencia social.

   Lejos del repelente tópico de la prostituta de “buen corazón”, Irma ejerce la prostitución con la convicción de que es la mejor manera de amar al hombre que la acompaña, primero el violento Hippolyte (Bruce Yarnell) y luego el bienintencionado Néstor: Para ella no hay mayor demostración de amor que el acostarse a diario con muchos desconocidos para proporcionarle el debido bienestar a su verdadero -y único- amante. Grosera, brusca e inculta, Irma es el único personaje del film que expresa sus verdaderos sentimientos de forma sincera.

   Ello contrasta, por descontado, con la descripción del personaje de Néstor -uno de los mejores y más completos trabajos de Jack Lemmon a las órdenes de Wilder-, quien al principio del relato ejerce otro oficio, el de policía, que al contrario que el de Irma tiene connotaciones morales -desde luego, en teoría- de honestidad, rectitud y justicia. Mas, en la práctica, Néstor acabará perdiendo su empleo por culpa de, precisamente, su ingenuo celo profesional: Organiza una redada en el hotel Casanova -¿qué mejor nombre para un lugar que funciona como “casa de citas”?- y comete el infortunio de detener, entre los clientes del local, a un comisario de policía. Luego, obligado por las circunstancias, se convertirá nada menos que en el líder del grupo de proxenetas que se dedican a vaguear en el bar de Moustache (Lou Jacobi), tras vencer en una pelea a Hippolyte y ganarse así el amor de Irma. Más adelante, herido en su orgullo porque ama a Irma y no soporta que otros hombres la toquen, adoptará la identidad de Lord X, un supuesto caballero inglés que le paga a la muchacha la misma cantidad que acostumbra a ganar en toda una noche (500 francos) únicamente por hacerle compañía sin acostarse con él.

   IRMA LA DULCE gira, por tanto, en torno a la idea del fingimiento: En una calle de un París de mentirijillas, una prostituta ejerce su oficio por amor y un ex-policía, que se convierte en chulo por la misma razón, acabará cometiendo un falso asesinato -matando simbólicamente al inexistente Lord X– a causa del cual dará con sus huesos en la cárcel. Hasta el dueño del bar no se llama en realidad Moustache sino que, cuando lo compró, el local ya se llamaba así y consideró que era más barato dejarse bigote que cambiarle el nombre… Del mismo modo, la película entera oculta, bajo su encanto artificial, un áspero cuadro de injusticias, humillaciones y sordidez, en el que los proxenetas se pelean entre ellos para ver quién es el más fuerte y las prostitutas hacen lo mismo para defender a sus mantenidos. Por otro lado, la historia de amor entre Néstor e Irma está, como hemos visto, llena de mentiras y engaños, a tono con la delicada relación de cariño y conveniencia, de ternura y necesidad, que los vincula.

   Aunque un poco lastrada por una duración algo excesiva (cerca de las dos horas y media), IRMA LA DULCE tiene momentos a la altura de lo mejor de su director. La narración es vigorosa, con aspectos en este sentido tan logrados como la secuencia del traslado en la furgoneta policial de las prostitutas detenidas por Néstor (la cual dibuja muy bien la actitud del protagonista ante las mujeres); la elipsis que muestra a Néstor, poniéndose la gorra ante su superior…de la que empieza a caer dinero (indicio de un supuesto soborno), encadenándose con la imagen del personaje, por la calle y bajo una lluvia torrencial, tras haber sido expulsado del cuerpo; la secuencia de la pelea de Néstor con Hippolyte, en la que el primero vence al segundo gracias a su ingenio (los golpes que le propina con la lámpara que cuelga sobre la mesa de billar); la escena en la que Irma y otra prostituta se pelean, fuera de campo, mientras Néstor trata de refrescar sus ánimos con la ayuda de un chorro de sifón (el mismo procedimiento que Moustache usó con él para reanimarle en las pausas de su pelea con Hippolyte); o esa secuencia espléndida en la que Néstor esquiva el registro policial de la habitación que comparte con Irma poniéndose su viejo uniforme de policía y mezclándose con los demás agentes.

   También aquí los detalles wilderianos brillan a gran altura: Las hojas de periódico que Néstor cuelga ante el ventanal de la habitación de Irma después de que la joven le haya informado de su afición a dormir desnuda; o el grado de intimidad y complicidad entre ambos que se hace evidente en ese momento en que Néstor e Irma se despiertan por la mañana… y él lleva puesto el antifaz para dormir de ella. Pero, en cualquier caso, lo más destacable de IRMA LA DULCE es ese tono melancólico y cruel que mantiene el relato a pesar de las salidas humorísticas más estridentes como, por ejemplo, todo lo relativo a las apariciones de Lord X: obsérvese la absoluta coherencia que existe, por más que sea disparatada, entre la manera en que Néstor, disfrazado como el estereotipado caballero británico, emerge del asfalto usando el montacargas de Moustache, y su asombrosa aparición final ante los gendarmes,… emergiendo del río donde, se supone, fue arrojado su cuerpo tras ser asesinado.

Fuente de Información: Fichero del AULA DE CINE/CINE CLUB UNIVERSITARIO. Universidad de Granada. Con fines divulgativos.

Trailer de «Irma la Douce (1963)».