Para que eso funcione es necesaria una alta dosis de convicción en el trabajo. Y convicción es lo que, ante todo, derrocha un film al que el paso de los años ha barnizado con una capa de encanto
kitsch que engloba a una caricatura de Diaghilev (el empresario ruso
Boris Lermontov, interpretado por Anton Walbrook en un registro a lo John Barrymore), la escenificación de quince minutos de un ballet (el que da título al film), el prototípico ímpetu creativo de un joven compositor (
Julian Craster: Marius Goring), la idea general de facilitar al público del film el acceso directo al mundo privado que se oculta tras el esplendor de música y escenario (por medio de ensayos, lecciones, apartes, confesiones, titubeos, fracasos, satisfacciones y férrea disciplina), y unas gotas de conocidas músicas (siempre del ballet romántico: Schumann, Adam, Tchaikovsky, Delibes, Chopin). Recurriendo al cliché de la ambición por el triunfo (que ha nutrido tantas películas sobre cantantes y bailarinas, por ejemplo
Showgirls [o
Cisne negro],
LAS ZAPATILLAS ROJAS no olvida ninguno de los accesorios, complementos e, incluso, escenarios, decorados, temas y figuras de este tipo de films: El joven compositor al que otro le roba su música, el coreógrafo excéntrico y caprichoso, la diva rusa (la
Boronskaja: La bailarina Ludmilla Tcherina), el conflicto entre vocación y amor, los collages que resumen el paso del tiempo, las fiestas en casas de la aristocracia, unas pinceladas turísticas (que incluyen travellings paisajísticos por Montecarlo y la Costa Azul) y el inevitable puñetazo contra el espejo con que un personaje desahoga su rabia. Pero, como decía, hay, sobre todo, esa convicción que ha permitido que el casi medio siglo que tiene el film haya dejado a la vista una rara vitalidad, que se concreta en momentos tan espléndidos como el contraste visual y sonoro entre el calor del escenario y la soledad del ensayo de la heroína en la barra, o, muy especialmente, los dos grandes momentos de la función: Uno, la secuencia en que
Julian se levanta de la cama, sale del dormitorio y se dedica a tocar en el piano un pasaje de la ópera que está componiendo (la música suena en off sobre
Vicky, que también se levanta y acaricia con nostalgia sus zapatillas de ballet, a los pies del lecho, para, luego, pasar a la estancia donde
Julian está sentado al piano junto a un candelabro de seis velas: Sigue un abrazo que es una impetuosa forma de intentar ahogar la angustia que embarga a ambos); y dos: La tensión que logra crearse dentro del camerino cuando
Vicky se debate en la duda de elegir entre reanudar su carrera como bailarina con
Lermontov o volver con su marido (que Powell y Pressburger, o Pressburger y Powell, tienen la gran ocurrencia de acompañar con el sonido en off de la ópera de
Julian que se está representando lejos de allí). En este sentido no faltan bellas ideas: La representación final de “
Las zapatillas rojas”, en la que la ausencia de la bailarina, agonizante, se expresa a través del foco que ilumina continuamente un espacio vacío; las panorámicas que barren al público desde el punto de vista de
Vicky en su primera actuación; las sombras expresionistas y las superposiciones surreales en el escenario durante la representación; o las sofisticadas panorámicas que siguen la llegada de
Vicky (la Shearer) a la villa de Montecarlo; la asociación entre
Vicky bailando “
Coppelia” y su situación personal, manejada por
Lermontov… He aquí un buen ejemplo de cómo las convenciones, tratadas con intensidad como en este caso, pueden funcionar como ideas de primer orden.
Valoración:
LAS ZAPATILLAS ROJAS fue una apuesta difícil y arriesgada. Los musicales en el cine británico se limitaban a las comedias de music-hall protagonizadas por actores del género como George Fromby, Gracie Fields o Will Hay. En Hollywood, después de una etapa inicial en los años 30 dominada por las operetas y el musical infantil, el género llega a su madurez con la irrupción de cineastas como Vincente Minnelli, Gene Kelly o Stanley Donen, que le dan una nueva vitalidad. Sin embargo, ni los musicales británicos, ni los de Hollywood eran referentes adecuados para Powell. Éste se enfrentaba a un tipo de producción, podríamos llamar “cine-ballet” que nunca había dado mucho dinero en taquilla y del que no podemos encontrar referentes. Pero aun así, Powell, sobre todo en la primera parte, sigue las reglas de lo que podría ser un típico musical producido por Arthur Freed; historia del nacimiento de un estrellato, los números musicales como escenificación del sueño del triunfo y el escenario el lugar de unión entre espectáculo y vida. La única excepción es el protagonismo de la figura del empresario
Lermontov, un personaje que en los cánones de Hollywood hubiera sido plenamente secundario precisamente porque Powell y Pressburger hablan más de arte que de vida. El musical convencional debería terminar con el triunfo definitivo de la bailarina después de un duro proceso de ascensión, y con ello la reconciliación entre el espectáculo y la vida, en este caso
Julian. Sin embargo las cosas no van por ahí, el primer síntoma lo encontramos en una magistral escena:
Vicky es invitada por
Lermontov, ella se viste con un espectacular vestido azul, pensando que va a pasar una velada romántica. Un coche la recoge y la pasea por la escarpada costa de Mónaco hasta que se detiene en una villa al lado del mar, a la que se llega por una inmensa escalera. Ella la sube -en una clara metáfora de la ascensión al anhelado sueño- y encuentra a
Lermontov,
Ratov y
Craster preparando el siguiente proyecto de la compañía. Entre ella y su mentor sólo hay unas palabras para comunicarle que sería bueno que se fuera a descansar. La ascensión de
Vicky sólo es profesional,
Lermontov no quiere saber nada de relaciones personales, mientras que las esperanzas de ella, expresadas con el espectacular vestido, han quedado frustradas.
Powell ha convertido el musical convencional de Hollywood, popular, romántico y con final feliz, en un musical visto con un extremo subjetivismo, individualista, donde al público no se le concede la satisfacción del romance pequeño-burgués, sino la preferencia por un mundo cerrado, mítico y único que es el arte. Musicalmente también es diferente, el aire popular de Hollywood tiene como contrapartida autores clásicos, inspirados en el romanticismo decimonónico –Coppelia, El lago de los cisnes, La boutique fantastique-. Aunque el concepto romántico va más allá de las simples referencias literarias o musicales y se convierte en toda una forma de presentar los dramas. En este sentido encontramos dos muestras muy claras, la primera, el importante papel que juega la predestinación y su carácter trágico. En diversos momentos se anuncia el conflicto y la tragedia, como el diálogo entre Vicky y Julian en la terraza de Montecarlo. Se trata del primer encuentro intenso entre ellos, a pesar de su paralela ascensión en la Compañía. La irrupción de un tren que transita por debajo parece entorpecer su diálogo, es un signo de aviso que adquiere significación cuando descubramos que allí precisamente será donde Vicky pierda la vida. Powell en este caso está dibujando el paisaje de la tragedia romántica. Utilizando palabras de Rafael Argullol, expresa la condición pasajera del ser humano, su dependencia moral, su transitoriedad y su nula capacidad de alterar el destino final al que está abocado. En segundo lugar, el caracter absoluto de la narración, no sólo por la expresa creencia de compatibilizar vida y arte en los protagonistas, sino porque la doble narración, la ficticia y la del sueño que representa la escena del ballet, es idéntica, por lo tanto Vicky, que es la única a la que se le permite soñar, no puede escapar a su destino. Este absolutismo romántico tiene raíces propias, sobre todo en la expresión reiterada de la identidad como un todo y en esa creencia del arte como superación de la vida.
Fuente de Información: Fichero del AULA DE CINE/CINE CLUB UNIVERSITARIO. Universidad de Granada. Con fines divulgativos.
Trailer de “The red shoes (1948)”.