Por ello, abundan en la película las bruscas alteraciones espacio-temporales (expresadas con planos aéreos o por medio del montaje paralelo); las llamadas a la suspensión del verosímil (Powell y los niños en la bodega, o el inicio de la huida en la barca); los fragmentos de raro lirismo (diversos animales observan desde la orilla del río el deslizamiento de la barca); los efectos de las transformaciones de la naturaleza sobre el ánimo de los niños fugitivos (la llegada del día o de la noche adquieren tanta importancia como en el relato de un extravío infantil por un bosque remoto e intrincado); la falta de sentido y la incredulidad de los adultos con respecto a lo que les dicen los niños (la bruja para la que trabaja Mrs. Harper actúa de casamentera y hace entrar al monstruoso Powell en la casa de los niños; el viejo y solitario borrachín no es capaz de prestar ayuda a los pequeños en el momento en que éstos la necesitan; Willa no cree a su hijo cuando éste le asegura una y otra vez que Powell les pregunta dónde está el dinero); la conversión de paisajes naturales o cotidianos en fantásticos o amenazadores (de nuevo la huida en el esquife, y también la insólita secuencia en la que el hada Rachel vigila de noche, sentada con un rifle en las manos ante la ventana de su casa, los movimientos de Powell, que acecha en el exterior, mientras canta la misma canción que éste); los gritos del monstruo herido o frustrado (Powell lanza salvajes alaridos); las apariciones aterradoras (la silueta de Powell, a caballo, vista desde el granero donde los dos niños fugitivos se han ocultado para pasar la noche; la imagen del automóvil y el cadáver de la madre bajo las aguas del río). Y, como corresponde a un buen cuento norteamericano, en él no está ausente el peso de los magistrales e hirientes relatos de Twain sobre la infancia (los “Tom Sawyer” y el “Huckleberry Finn”), engarzado a un convincente dibujo del paisaje del país en los tiempos de la Depresión. No se puede afirmar que Laughton lo tuviera fácil, pero casi: Aparte de haber sabido rodearse de un magnífico equipo de colaboradores (desde los actores, con un gran Mitchum y una no menos grande Lillian Gish, hasta el director de fotografía Stanley Cortez -se dice que, para preparar su trabajo, a menudo escuchaba en el rodaje el “Vals triste”, de Sibelius-, el compositor Walter Schumann, que supo entender bien el sentido de la película, y el guionista, James Agee, partía de una base difícilmente maleable: La bella obra de Davis Grubb, en la que se encuentran ya la atmósfera, el ambiente, el sentido, la crueldad del tono y la extraña melancolía de la película. También los cantos infantiles. Y el amor-odio que Powell lleva grabados en sus dedos. Y su terrible y bronco alarido, el ambiente fantástico del río abajo, la obsesión por el pecado, las telarañas de luces y sombras…
Se trata de una invitación al sueño, como oposición al mundo real, que va dirigida también al espectador para que durante una hora y media se sumerja en un universo onírico que, como la caída de Alicia en el agujero del bosque, le va a trasladar a la otra cara del espejo: Al mundo mágico que se esconde bajo la apariencia banal de las cosas cotidianas.
LA NOCHE DEL CAZADOR recrea un mundo onírico y premeditadamente naïf, con reminiscencias plásticas de las estampas sobre la vida familiar americana dibujadas por Norman Rockwell, en el que juega un papel importante la premeditada artificiosidad de los decorados de estudio y los cicloramas de cielos estrellados, al tiempo que la acción se ve punteada por canciones populares, himnos religiosos y constantes referencias a la Biblia, en cuyos textos sagrados – convenientemente “interpretados” para hacer el bien o el mal- se basan las actuaciones de la “hada” Gish y del “demonio” Mitchum.
Como sólo ocurre con algunos films realmente clásicos, con el paso de los años LA NOCHE DEL CAZADOR no sólo no ha envejecido, sino que parece rejuvenecerse. Una revisión actual de la película nos descubre por ejemplo su influencia en realizadores como Tim Burton o David Lynch. Su mezcla de ternura y crueldad, de nostalgia e ironía son muy similares a las premisas del director de Pesadilla antes de Navidad (un título, por cierto, que parece aludir al film de Laughton). El autor de Twin Peaks, por su parte, coincide con el director británico en la recreación de un universo fantástico en el que se confunden la realidad y el sueño, así como en la ubicación de sus historias en lugares apacibles que ocultan bajo su tranquila apariencia una perversa trama de crímenes y horror.
Convertido en un punto de referencia obligatorio, LA NOCHE DEL CAZADOR forma parte de todas las antologías de mejores películas de la historia del cine, más allá de su difícil adscripción a un género concreto, y ha sido objeto incluso de una adaptación musical en Broadway. Entre el cuento infantil, el relato criminal y el cine de terror, LA NOCHE DEL CAZADOR resulta una obra inclasificable, conmovedora, a la vez mágica y poética. En una palabra: Única.
Trailer de “The night of the hunter (1955)“.