Presentación y coloquio posterior a cargo de:
- Rafael Vázquez (UGR)
- Garegin Zakoyan (FilmAdaran, Armenia)
- Anahit Mikayelyan (Museo Parajanov Yerevan)
(…) Acercarse por primera vez a la obra fílmica de SERGEI PARAJANOV obliga al espectador a hacer tan intenso esfuerzo de comprensión, de conexión con el universo íntimo del cineasta, que uno puede quedar desarmado, desorientado, de forma irremediable. Ésa es la razón por la que resulta igual de sencillo (y de simplón) ningunear su trabajo o dejarse hechizar de forma irreflexiva por el exotismo y la singularidad de su imaginario -como indicaba el compañero Tomás Fernández Valentí, el famoso “efecto kimono” que definiera Antonio Weinrichter es aplicable también a otras culturas más allá de la japonesa-, cuando llegar a asimilar en toda su complejidad el esfuerzo poético, la depuración estilística de su narrativa, requiere una cierta profundización en el legado histórico y las raíces artísticas que el director georgiano quiso llevar a la gran pantalla.
Su herencia cultural estaba, de hecho, marcada por su infancia en Tiflis, la capital de Georgia, que en aquella época “era un crisol en el que se mezclaban poblaciones de todos los orígenes y todas las confesiones: georgianos, armenios, azerbaiyanos, kurdos, asirios, rusos, cristianos, musulmanes, judíos”, de ahí que, además “todos los niños hablaban tres lenguas: el georgiano, el armenio y el azerbaiyano, que además no pertenecen a la misma familia lingüística”. De ahí surge su notoria rebeldía hacia la obsesión del régimen comunista soviético por uniformizar las manifestaciones artísticas surgidas de la antigua URSS, y sobre todo la transformación de su trabajo cinematográfico en sucesivas reivindicaciones de la herencia folklórica de las tradiciones ucraniana, georgiana y armenia, en lo que no dejaba de ser una defensa, en formato celuloide, de la diversidad y la riqueza que todas ellas ofrecen.
La composición de sus planos, el vestuario de sus actores, los arcaísmos de sus diálogos, el tradicionalismo de su música… Todo ello transmite un primitivismo narrativo, en algunos de sus films cercano al cine silente -no en vano, en muchos de sus planos se consultaron antiguos frescos para asegurar los detalles históricos-, encaminado a reflejar unas culturas milenarias que, ya en el momento en el que Parajanov las defendió, estaban moribundas.
Confesaba el director georgiano que su noción del cine cambió de forma radical gracias a Andrei Tarkovski y a La infancia de Iván (Ivanovo Dietstvo, 1962). La posibilidad de narrar una historia con un estilo metafórico, poético, le permitió dar un giro a su, hasta entonces, discreta carrera cinematográfica, y abordar con espíritu más libre el encargo de adaptar una novela del ucraniano Mikhail Kotsioubinski. Y, de hecho, la puesta en escena de LA SOMBRA DE NUESTROS ANTEPASADOS OLVIDADOS / LOS CORCELES DE FUEGO transmite el entusiasmo, las ganas de sorprender, de un director que se está descubriendo a sí mismo, que a medida que rueda se abre a todo un nuevo universo expresivo. Quizá sea por el uso de la cámara en mano, o por el atrevimiento de algunas de sus soluciones expresivas -cfr. el asesinato del padre del protagonista, visto desde su perspectiva subjetiva-, pero el film muestra un dinamismo muy distinto a sus obras posteriores, por lo que puede considerarse un Parajanov primitivo… No en vano, y muy injustamente, el propio director abominaba, años más tarde, de su trabajo en él. Aun así, como en el resto de su filmografía, esta obra está saturada de arte folklórico, sorprendentemente fidedigno y genuinamente admirado por el director, y transmite una épica y cualidades mitológicas extraídas de la memoria histórica de la nación: su división en capítulos -una característica que Parajanov mantendría en el resto de sus films- y su tono fantástico, rozando lo onírico, le dan un tono de leyenda encaminado a reivindicar toda una cultura olvidada, realizando así la que suele considerarse, junto a Tierra (Zemlya; Aleksander Dovzhenko, 1930), la película más ucraniana de la Historia del Cine (…).
Este primer largometraje se presenta como un drama poético. Y, en verdad, es una auténtica experiencia visual y sonora que no tiene nada que ver con un cine de prosa. Comparecen aquí el amor trágico y la muerte; y sobre todo, como reza su título original, “LA SOMBRA DE NUESTROS ANTEPASADOS OLVIDADOS”, un universo arcaico, en los límites de lo mágico y lo irracional; una espiritualidad primordial. “Esto explica la profunda calidad onírica del cine y también su absoluta e imprescindible concreción, digamos objetal”. Así habla Pasolini del cine de poesía y lo cierto es que solo films como Edipo Rey o Medea se acercan a éste de Parajanov. Deleuze ya vio la conexión cuando escribió que en Parajanov el objeto es función material suscitada por el espíritu. Su mundo es el ancestral de las leyendas y el folclore, el de los relatos maravillosos.
Aquí, Parajanov se presenta como etnógrafo y antropólogo (del pueblo, la lengua y las costumbres Hutsul), pintor y músico a un tiempo; cineasta de escritura única que renuncia al engarce narrativo o a la explicación para liberar efectos plásticos, desgarros emotivos o violencias fulgurantes. Su cine vive en una dialéctica fértil entre revolución vanguardista en el plano formal y movimiento de retorno al origen, a las fuentes del alma y el cuerpo, de la imagen y el sonido (…).
Texto (extractos):
Fran Benavente, “El maestro del templo”,
rev. Cahiers du Cinema España, junio 2009
Tonio L. Alarcón, “Sergei Parajanov, tradición y folclorismo”,
rev. Dirigido, junio 2009