DON QUIJOTE DE LA MANCHA (1948, España) 132′ v.e.

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07 octubre 2024 | 20:30
  • Sala Máxima | Espacio V Centenario

(…) Wenceslao Fernández Flórez comprende y admira la operación de Rafael Gil al aumentar las “sugestiones de belleza de la obra literaria por caminos semejantes -aunque más amplios- a los que sigue para conseguir un mismo efecto un ilustrador con sus dibujos (…).  Al lograrlo, y fijarlo en celuloide sobre la tradición fílmica, pictórica y costumbrista española, da la más coherente versión cinematográfica de la obra de Cervantes que en la historia del cine ha sido (…).

Texto (extractos):
José Luis Castro de Paz, en AA.VV., Rafael Gil y Cifesa, Filmoteca Española, 2007.

Previa a la proyección habrá un diálogo sobre la misma:

“Don Quijote” de Miguel de Cervantes / “Don Quijote” de Rafael Gil


¿A qué “realismo” (en positivo) o ilustración epidérmica (en negativo) se referían y suelen referirse todavía, entonces, los críticos y estudiosos del film DON QUIJOTE DE LA MANCHA dirigido por Rafael Gil?

Si reparamos por una parte en la ya citada posición oficialista que desde el final de la Guerra Civil parece preferir tendencialmente la adaptación cinematográfica de novelas prestigiosas frente a un teatro popular que había protagonizado el mayor porcentaje de versiones fílmicas durante el mudo y la República; si por otro reflexionamos sobre el extraordinario, monumental peso específico de “El Quijote” de Miguel de Cervantes y nos hacemos eco del (históricamente fechado) deseo de “devolverla a la tierra española, al implacable sol de La Mancha, y liberarla de esa académica y/o extranjerizante pero en cualquier caso espesa cortina de incienso [que] desvanecía y agigantaba los contornos de sus figuras, hasta una idealización casi inasequible” (revista “Triunfo”, 1948), podremos quizás comenzar a comprender mejor la lógica del proyecto.

Había que documentar la ficción quijotesca, hacerla vivir sobre su tierra originaria, alejarla de Georg W. Pabst (Don Quijote, 1933) y aproximarla a Ramón Biadiú (La ruta de Don Quijote, 1934), para pintarla a continuación, valiéndose para ello de las armas más adecuadas de entre las que guardaba el arsenal estilístico -auténtico taller de orfebre cinematográfico- de Rafael Gil. De ahí esa solo aparente contradicción de elementos y dispositivos visuales que el cineasta combina con todo el rigor a su alcance (que no es poco), aunque sea cierto que los orígenes de los mismos están muy alejados unos de los otros. De lo que se trata, en definitiva, es de cristalizar en imagen viva, de una vez y para siempre, el Don Quijote-símbolo español, un Alonso Quijano inmortalizado en meticuloso y en extremo detallista grabado fílmico, capaz -en el futuro- de ilustrar los libros de texto y los cuentos de los niños como cierta pintura histórica y decimonónica había hecho con los más grandiosos eventos de la Historia de España.

Solo con que nos detengamos en la imagen fija que acompaña a los créditos iniciales del film –Don Quijote leyendo ensimismado en su casa, poco antes de la visita de Sansón Carrasco, como en su momento sabremos- comprenderemos el peso como fijador de realismo que la película busca para sí misma. De hecho, y mientras la contemporánea Locura de amor (1948) de Juan de Orduña -con la que nuestro film comparte, además de productora, responsable de ambientación general y vestuario: Manuel Comba, biznieto del pintor Eduardo Rosales; y construida asimismo sobre un mostrativo y metalingüístico sistema textual que privilegia los efectos de rigidez espacial, reencuadre y reelaboración en planos que se quieren autónomos autosuficientes-, cita en similar ocasión el cuadro “Juana la Loca en Tordesillas” de Francisco Pradilla, Rafael Gil y Alfredo Fraile -sin renunciar por ello, en ocasiones puntuales del film, a referirse, o citar incluso explícitamente, grabados de Gustavo Doré o de Herman Paul, a los que se reconoce así precursores en una tarea que empero solo parece tener aquí su culminación definitiva- utilizan como apertura un plano, ya definitivamente convertido en icono, de su propio texto, anticipando el proceso que enseguida habrá de comenzar y abriendo asimismo definitivas vías interpretativas.

Es como si pretendiese retrotraer el personaje hasta la persona real -la cámara entra en su pueblo, en extraordinario travelling de aproximación, en la primera secuencia, rodando dinámicamente sus primeras señales de locura; se retirará hacia atrás, respetuosa y reflexiva, mostrando el público popular que (ad)mira asombrado al ya personaje, tras comenzar la segunda parte- para, de inmediato, fijarlo iconográficamente con todo lujo, en -como rezaba la publicidad de la época- la edición príncipe de la novela en el séptimo arte, y ofrecérselo al cine y a la cultura españolas después de eliminar esa pesada cortina de incienso; eliminación a cuya búsqueda tampoco es ajena la elección de un reparto en el que actores genéricos tan genuinamente costumbristas como Manolo Morán y Julia Caba Alba prestan sus rostros reales e inconfundibles. Y el proceso puede observarse, por vías diversas y secuencia a secuencia, a lo largo del texto hasta un final que, coherentemente, se acompañará de la presencia escrita de la frase “y esto no fue el fin, sino el principio…”. Una y otra vez, por ejemplo, Gil localiza al personaje en un mundo realista, nítido, con generosa profundidad de campo, para tratar de inmediato de reencuadrarlo, atraparlo en “poses quijotescas”, reenmarcado por la estructura de un pozo, el dintel de una puerta, el medio punto de un arco o el vano de una ventana. Pero es sobre todo en el complejo tratamiento del punto de vista donde el cineasta pone a la vista todas sus cartas y desvela la absoluta coherencia del proyecto. Siguiendo tal vez las recomendaciones de Ortega y Gasset cuando señalaba en sus “Meditaciones del Quijote” la necesidad de reparar en que este es a la vez un libro y un personaje del mismo, recurrirá siempre a una posición tercera, neutra, querida como próxima a la cervantina, sin compartir nunca la subjetividad óptica del caballero -aunque permitiendo que ciertas y muy ligeras insinuaciones melódicas de la partitura de Ernesto Halffter la insinúen en cierta forma-, que se traduce generalmente en un plano medio largo o americano pero siempre oblicuo de Don Quijote mirando, seguido de lo que él está viendo, pero no cómo él lo ve. Durante el encuentro con los mercaderes toledanos que le propinarán su primer apaleamiento, por ejemplo, y tras ofrecernos esos planos como comienzo de la aventura, el narrador optará por colocarse detrás de los desconocidos, en una posición retrasada que compone ya el grabado que se quiere iconográficamente definitivo del pasaje, con Don Quijote de frente y a caballo como enfebrecido defensor de Dulcinea. Con todo, y sin embargo, el clímax espacial previo al enfrentamiento definitivo entre los antagonistas (Don Quijote/mercaderes), incorporará al juego de campos-contracampos (de nuevo oblicuos) una sutilísima y difícilmente perceptible variación de la posición de la cámara en lo que a Don Quijote se refiere, mostrándolo en un ligero contrapicado que engrandece no la fuerza, pero si el “valor” romántico del caballero.

Y, casi finalmente, no menos elaborado para el fin pretendido resulta el trabajo de iluminación de Alfredo Fraile, tanto sobre unos paisajes que se jacta razonablemente de conocer y comprender -a diferencia, en su opinión, del Nicolás Farkas de la película de Pabst- como sobre los 310.116 metros cuadrados que ocupaban los treinta decorados de su muy cercano Enrique Alarcón. Porque aunque, claro está, ese pretendido “realismo” lumínico -que hacía al operador debatirse entre la sencillez y pureza de la atmósfera de la Mancha y la fotografía de contrastes que tanto apreciaba, como si un modelo narrativo y transparente y otro mostrativo y orfebresco se enfrentaran también en su cabeza- partía de una sólida y apabullante tradición pictórica que tenía para Fraile a José de Ribera como eje central, aquí, y sin abandonar su fidelidad a los modelos claroscuristas, no se trataba de buscar sutiles utilizaciones simbólicas de la luz y la sombra esbatimentada en beneficio del sentido dramático y narrativo del texto a la manera, por ejemplo, de la citada El clavo o de los extraordinarios thrillers contemporáneos, escritos por Miguel Mihura que Gil rodará a continuación (La calle sin sol, 1948; Una mujer cualquiera, 1949), sino de obtener un chispeo constante de luces y sombras globalmente pictórico donde todo el juego lumínico que discurre ante nuestros ojos tiene por finalidad recrear y cristalizar ese genial símbolo que es Don Quijote mismo y que logra, finalmente, que la función simbólica de las sombras esbatimentadas llegue a amalgamarse con su pura función plástica.

Terminemos, en fin, reproduciendo las palabras de un lúcido Wenceslao Fernández Flórez que comprende y admira la operación que Gil pone en pie, para señalar que la fértilmente alcanzada aspiración de su película es aumentar las “sugestiones de belleza de la obra literaria por caminos semejantes -aunque más amplios- a los que sigue para conseguir un mismo efecto un ilustrador con sus dibujos: la movilidad tiene aquí que ceder ante el sentido plástico, que es relieve en acción sobre  el friso de los pensamientos imponderables”. Al lograrlo, y fijarlo en celuloide sobre el venero de la tradición fílmica, pictórica y costumbrista española. Rafael Gil nos da -en opinión compartida por pocos pero a mi entender indudable- la más coherente versión cinematográfica de la obra de Cervantes que en la historia del cine ha sido (…).

Texto (extractos):

José Luis Castro de Paz, en AA.VV., Rafael Gil y Cifesa, Filmoteca Española, 2007.

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