(…) Las mejores películas de Richard Brooks obedecen a la definición de la identidad americana más arriba citada, que podría coincidir con lo que dice ese pensador turista, el francés Jean Baudrillard, que ve en América el lugar de la utopía realizada, esa utopía que le ha dado la espalda a los orígenes porque la memoria da pereza y la actualidad perpetua de los signos ordena su conciencia. Americano hasta la médula, Brooks se empecinó en dar testimonio de las grietas de esa utopía, que habla, sin necesidad de doblajes, el idioma de la modernidad, ese idioma que intenta camuflar torpemente sus tartamudeos y palabras malsonantes, los defectos de una jerga tan cándida como segura de sí misma. Brooks ha retratado a los idealistas (El cuarto poder, 1952), a los rebeldes (Semilla de maldad, 1955), a los charlatanes (El fuego y la palabra, 1960) y a los desubicados (Buscando al señor Goodbar, 1977), pero pocas películas suyas ilustran posturas más distintas -y, paradójicamente, más cercanas- que La última vez que vi París (The Last Time I Saw Paris, 1954) y A SANGRE FRÍA (In Cold Blood, 1967) a la hora de cartografiar la vida violenta de los ricos y los pobres americanos –los “hermosos y los malditos” que titularon una novela de Scott Fitzgerald-, su ingenuidad inasequible al desaliento, su anhelo de esperanza un tanto ciego, su fe en un sueño que soñado por cualquier otro se diluiría en palabras escépticas. Ambas películas nacen de un intento de explicar América en momentos de crisis económica y/o ideológica: la inestable posguerra y los combativos años 60 son más que un telón de fondo para dos historias de amor (A SANGRE FRÍA también lo es, a su modo) que parecen ocupar los dos lados de un mismo espejo, como si el cristal limpio y que refleja (La última que vi París) necesitara su reverso opaco (A SANGRE FRÍA) para evidenciar por comparación su dimensión de desafortunado borrador del ensayo definitivo sobre América que Brooks rodaría perdido en las carreteras de Kansas, allí donde los desclasados cantan canciones antes de matar a los inocentes. El abismo que separa a una de otra película demuestra que Brooks entendía mejor a los pobres que a los ricos, a los auténticos marginados que a los que fingen serlo. (…)
(…) ¿Cuándo empieza el Nuevo Hollywood, en Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde, Arthur Penn, 1967) o en A SANGRE FRÍA, del mismo año? En la primera se gesta la poética del outsider, aunque se la mitifica y glamouriza: la boina de Faye Dunaway y la pistola de Warren Beatty no sólo los ratifican como símbolos eróticos sino también como iconos pop. Hay en ella una persistente y valiosa celebración de la violencia: el disparo y la sangre son más que una pantomima o un efecto especial, desplegándose sin filtros ante un público que empezaba a sentir la rebelión como una necesidad. Por el contrario, la película de Richard Brooks recoge el testigo de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960) para ponerse descaradamente de parte de los villanos, que no son más que un par de ilusos en busca del sueño americano. Lo que Hitchcock demostró en 1960 amparado en el disfraz del cine de terror, y lo que George A. Romero (La noche de los muertos vivientes, Night of the Living Dead, 1968) y Leonard
Kastle (Los asesinos de la luna de miel, The Honeymoon Killers, 1971) demostraron en años inmediatamente posteriores, era que la violencia nacía del mismo corazón de la sociedad estadounidense, que la había estado incubando desde la noche de los tiempos. Nadie está seguro, nadie está libre de culpa, nadie puede fiarse de nadie. A SANGRE FRÍA viene a demostrar este triple teorema de la negación, hablando del fracaso del sistema pero también de la revolución que lo cuestionaría todo incluso antes de que ésta hubiera tomado las calles. Resulta obvio que, sin la legitimación que le proporcionaba el éxito del libro de Capote, Brooks nunca podría haber hecho una película como A SANGRE FRÍA, y que, sin ella, películas como la de Kastle, Malas tierras (Badlands, Terrence Malick, 1973) o Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976), por poner tres ejemplos significativos, no existirían.
Truman Capote leyó una crónica de sucesos que le llamó poderosamente la atención en el “New York Times” del 16 de noviembre de 1959. Este era el primer párrafo: “Un rico agricultor, su esposa y sus dos hijos fueron encontrados hoy en su casa muertos a tiros. Les dispararon a quemarropa después de haberlos atado y amordazado”. La posibilidad de explorar los efectos de ese asesinato tan brutal en una comunidad, la del lejano Kansas, que era un planeta definitivamente extraño para un animal social y cosmopolita como él, sedujo la insaciable curiosidad de Capote. Fue precisamente la seducción el arma vestida de seda que utilizó para introducirse en un entorno que no se mostraba ni benévolo ni confiado ante la intrusión de un elemento foráneo. Sin magnetófono que se interpusiera entre sus objetos de estudio y su memoria e inteligencia prodigiosas, el Capote más camaleónico empatizó con el círculo de amigos y conocidos de los Clutter de la misma manera que, más tarde, empatizaría con los asesinos, Dick Hickock y Perry Smith. Las dificultades aparecieron en la dolorosa fase de escritura, cuando Capote luchaba contra sus propias emociones, generadas durante la etapa de investigación y, después, durante la espera hasta la ejecución de Dick y Perry para poder rematar y publicar el libro. Más allá de la angustia que le provocaba que su obra maestra dependiera de la muerte de dos personas que conocía tan bien como a sí mismo, el reto principal estaba en cumplir el objetivo de crear una “novela de no-ficción”. (…)
No es extraño que Capote pensara inmediatamente en Richard Brooks, que había leído las pruebas del libro antes de su publicación, en 1965, para adaptarlo al cine. Pese a que el adalid del cine objetivo, Otto Preminger, había pujado por los derechos del libro, peleándose en público con el agente de Capote, Irving Lazar, en el “Club 21” de Nueva York, el escritor pensó que Brooks defendería los intereses de su obra con mayor integridad. No se equivocaba: cuando le pidió que le enseñara el guion definitivo, Brooks se negó a hacerlo, porque no quería las interferencias que había sufrido con Tennessee Williams en La gata sobre el tejado de cinc o Dulce pájaro de juventud. Y cuando Truman Capote visitó el rodaje en una clara estrategia de autopromoción, rodeado de periodistas y fotógrafos, Brooks le pidió cordialmente que se marchara esa misma noche. Capote accedió a los deseos de Brooks.
De la misma manera se había negado a las insistentes peticiones de la Columbia, que quería que Paul Newman y Steve McQueen fueran los protagonistas y que la película fuera en color. Llegaron a mostrarle una bobina de Reflejos en un ojo dorado (Reflections in a Golden Eye, John Huston, 1967) para convencerle de que podía desaturar el color, pero ni él ni su director de fotografía, Conrad L. Hall, dieron el brazo a torcer. “El miedo no existe en colores” dijo Brooks, “quiero decir, en lo más profundo de nosotros”. Si Capote había respetado a rajatabla la descripción de ambientes, hechos y personajes, Brooks se sentía en la obligación moral de respetar la realidad descrita en la novela. No cejó en su empeño hasta que obtuvo autorización para rodar en la casa de los Clutter y en la sala del tribunal donde fueron condenados Dick y Perry. Siete de los miembros del jurado en la película habían formado parte del jurado del caso real. El feroz, contrastado blanco y negro le permitía ilustrar los claroscuros de sus protagonistas a la vez que le devolvía al realismo documental de sus inicios, casi evocando las fotografías de la América de la Gran Depresión que Walker Evans hizo en “Elogiemos ahora a hombres famosos”. Los casi desconocidos Robert Blake y Scott Wilson llevaron todo el peso interpretativo de A SANGRE FRÍA contradiciendo a los que piensan que una obra de estas características necesita estrellas para hacerse un hueco en el mercado.
Pero las educadas palabras de Capote citadas al principio, extrañas en alguien que se caracterizaba por sus envenenados ataques, escondían un germen de decepción: en la versión de Brooks los Clutter habían desaparecido en combate. Capote se había esforzado, en la primera parte del libro, titulada “Los últimos que los vieron vivos”, en establecer una musicalidad perfecta en la ejecución del montaje paralelo -se ha hablado mucho de las deudas que la novela tiene con la narrativa cinematográfica- que enfrenta la vida cotidiana de los Clutter con los progresivos avances de los asesinos hacia el lugar de los hechos. Brooks conserva el montaje paralelo, pero lo somete al colapso de la fragmentación, casi deudor de la literatura be-bop o de los aullidos de Ginsberg. Si Capote se detenía en la descripción casi elegíaca de los hábitos y gestos de cuatro personas que no sabían que estaban viviendo sus últimas veinticuatro horas, Brooks los utiliza como la cola de su violenta rima asonante, sugiriendo no solo su fatal destino sino también su condición de alargada sombra de sus futuros asesinos, la inevitable proyección del fracaso de estos. A cada cambio de plano de ese inmenso prólogo parece que los Clutter se diluyan en la fuerza de la presentación de sus adversarios, convirtiéndose a la vez en su reverso blanco pero anómalo. Un barrido del autobús en que viaja Perry se comunica con el paso de un tren por la estación de Holcomb, iniciando una perversa red de relaciones entre el movimiento uniformemente acelerado de las clases desfavorecidas y la quietud automática de las clases acomodadas. Cuando Nancy Clutter coge el auricular, quien contesta no es el agente de seguros que quiere citarse con su padre sino Perry Smith, que, desde un teléfono público de la estación de autobuses, desea hablar con la penitenciaría de Kansas. Cuando Herb Clutter agacha la cabeza después de afeitarse, quien la levanta es, también, Perry, que se está afeitando en el lavabo de la citada estación. Brooks establece su propio sistema poético, en el que la presencia de los Clutter parece un detonante de la acción de Dick y Perry. Existe, previamente a la noche del asesinato, un diálogo entre desconocidos que proviene del montaje, dos universos contrapuestos unidos por la fatalidad de la moviola. En la violenta dialéctica planteada por Brooks, en realidad el universo que sobra, o el que irrumpe maleducadamente y envuelto en música de violines el ritmo implacable del relato, es el universo de los Clutter: los planos que describen su vida cotidiana rompen el tono sincopado, siniestro, establecido desde el inicio, con el rostro de Perry surgiendo de la oscuridad al fondo de un autobús, iluminado durante un segundo por una cerilla, y el cuerpo de Dick protegiendo a su padre enfermo del frío y escondiendo una escopeta en el asiento trasero de su coche. De algún modo, Brooks ya ha asesinado a los Clutter antes de que lo hagan sus auténticos verdugos.
Este es, sin duda, uno de los aspectos más interesantes de la adaptación de Brooks: la benevolencia del sueño americano, la bondad de los inocentes, aparece casi como una imagen fantasmática hacia la que los culpables, los asesinos, se dirigen para certificar su condición de espejismo. Brooks se desvía de la objetividad de la novela de Capote, la rasga por entero, desprecia a los buenos para quedarse con los malos, para finalmente comprender la razón última de sus motivaciones, para entender dónde está la humanidad del fracaso de ese sueño americano que los Clutter parecen representar con fastidiosa indolencia. No es casual que la película favorita de Perry sea El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of the Sierra Madre, John Huston, 1948). Tampoco debe resultarnos extraña la insistencia con que Perry habla de ese mapa del tesoro de Hernán Cortés que les hará ricos, el Santo Grial mexicano que por fin les sacará, a él y a Dick de la pobreza: la quimera del oro sigue enraizada en el sueño de ascensión social prometido por el capitalismo.
Habrá que estar de acuerdo con Carlos Losilla cuando afirma que A SANGRE FRÍA es una de las pocas películas realmente marxistas rodadas en Hollywood: su radicalidad ideológica no solo reside en su virulenta denuncia de la pena de muerte sino en evidenciar, como dice Losilla, que el momento del asesinato es el único donde las barreras de clase son abolidas. En esta escalofriante escena, que Brooks, como Capote, reserva para el tercio final del relato, atendemos a la disolución de las redes sociales, a la colisión de esos dos universos que estaban predestinados a destruirse desde el montaje y que ahora no saben qué hacer el uno con el otro, iluminado el absurdo del encuentro -no hay dinero en la casa de los Clutter– por ráfagas de luz de linterna, los rostros de las víctimas apagados por la rabia de sus verdugos, los papeles intercambiados, la justicia violenta de los pobres infligida sobre una familia que es La Familia, la comunidad solidaria y estable que el cine norteamericano de finales de los sesenta ya retrata como un organismo enfermo y en estado de disolución. Es lógico que Brooks rellene el vacío que deja la elipsis del asesinato con el cemento armado de lo explícito: ese clímax pospuesto llega cuando hemos tenido suficiente tiempo para identificarnos con Dick y Perry, para que su brutalidad sea más soportable. Así las cosas, ese agujero narrativo que ahora se satura de oscuridad, ese “microcosmos en sí mismo” que es “la representación al microscopio del Gran sistema social y su imparable circulación de deudas y pagos, motor de la economía capitalista”, encierra definitivamente a Dick y Perry en los confines de la tragedia marxista.
Si Capote se enorgullecía de haber eliminado todo rastro opinativo de su reportaje novelado, narrando los hechos desde una tercera persona omnisciente, Brooks gradúa la evolución del relato en un sutil desplazamiento del punto de vista. El director empieza a explicar los hechos abriendo al máximo el objetivo: el viaje de los asesinos, el encuentro en la estación de autobuses, el discurrir de la vida en el hogar de los Clutter… todo está observado desde una considerable distancia, como si Brooks nos dijera que aún no ha llegado el momento de implicarnos. A medida que el metraje avanza, y el sistema acorrala a los culpables, el plano se cierra lento pero implacable, se olvida del contexto (la escena del juicio, que Capote resuelve en poco más de treinta páginas, ocupa en la película apenas tres minutos), y se acerca a Perry Smith con una cierta ternura, reservando para el final el réquiem por este pobre diablo, concediéndole permiso para que cierre el relato desde el interior de su corazón. De la tercera persona omnisciente a la primera persona del singular; de la urgente, periodística narración exterior a la cálida, triste narración introspectiva. De la impenetrable materia del mito de una nación que se devora a sí misma al patíbulo donde muere el cuerpo de los hombres. Si Brooks cierra A SANGRE FRÍA con los latidos del corazón de Perry Smith apagándose en la banda sonora, no es solo porque haya subjetivado totalmente el relato -gracias, por supuesto, a la entregada y sensible interpretación de Robert Blake, cuyos gestos transmiten ternura y peligro, desvalimiento y hostilidad- sino también porque identifica la propia naturaleza de la película con ese corazón que se detiene: es A SANGRE FRÍA quien muere. No hay lugar para la escena final de la novela de Capote, en la que el detective Dewey y Susan Kidwell, amiga de Nancy Clutter, se encuentran en la tumba de la familia cuatro años después de los hechos. No hay lugar para epílogos porque la película ha muerto ahorcada, demostrando hasta qué punto Brooks ha logrado convertirla en un sistema orgánico, que duda y respira. Antes de ser ejecutado, Perry Smith pregunta si puede ir al baño para no mojar los pantalones cuando muera. Es una escena que no existe en la novela de Capote, y que Brooks incluyó después de confirmarlo con el capellán que atendió a Smith en el corredor de la muerte. Es un ejemplo más de la importancia de la plástica del gesto en el film. Cuando Perry llega a la estación de autobuses, intenta llamar por teléfono pero siempre se le cuela alguien, incluso unas monjas que se disculpan pero le vuelven la espalda lanzándole una mirada de desconfianza. Cuando pide una cerveza y un par de aspirinas en una tienda de la estación, carraspea nervioso, como pidiendo permiso para hablar. Dos movimientos imperceptibles, casi invisibles, delatan al personaje: Perry Smith se mueve entre la angustia del rechazo y la timidez frente a un mundo que ha dejado de comprenderle. La película celebra este culto al detalle de caracterización psicológica en cada cambio de plano. Las ensoñaciones de Perry Smith como músico en Las Vegas o el recuerdo voraz de la madre borracha y promiscua castigada por el padre se filtran en la realidad proponiendo una circularidad perfecta, matemática, en la relación que tiene con Dick Hickok: en el primer caso es Dick quien, con su mirada, despierta a Perry de sus fantasías, mientras que en el segundo es Perry quien mira a Dick, que está con una chica en la desconchada habitación de un hotel mexicano que comparte con su amigo fugitivo. En este juego simétrico de miradas se define no solo la homosexualidad latente de la relación entre Dick y Perry sino también sus comunes carencias afectivas.
A SANGRE FRÍA no evita explicaciones psicoanalíticas (que ya estaban muy presentes en el libro) para evidenciar esa crisis de la figura paterna como modelo de autoridad y comportamiento. Tiene razón Ethan Mordden cuando destaca la importancia de los padres, reales o delegados, que puntúan la relación entre los asesinos y las víctimas de la película. El inspector Dewey no es más que el padre protector de la comunidad, del mismo modo que lo es el periodista que oficia de voz de la conciencia o de líder de la opinión pública, personaje que es, sin lugar a dudas, el añadido más desafortunado de la versión de Brooks, por lo que tiene de subrayado demagógico de su denuncia de la pena de muerte. Tanto el señor Clutter como el verdugo en la horca adquieren el rostro del padre de Perry Smith, verdadero origen del mundo al que la mente del asesino vuelve una y otra vez, como si esa violencia primigenia fuera su único refugio, el lugar reiterado donde todo cobra sentido. En el hermoso monólogo que Perry recita antes de morir, sus lágrimas mezcladas con el reflejo de la lluvia sobre su rostro, habla de la experiencia con su padre en Alaska, donde invirtió todo su dinero en construir un hotelito para turistas que ningún turista visitó. Es un relato precioso, que refleja que el sueño americano se transmite por herencia, de padres a hijos, y es de su fracaso de lo que nace la violencia que azota la nación: no en vano el padre acaba encañonando con su escopeta a Perry, y después de apretar el gatillo y comprobar que no está cargada, se pone a llorar desconsoladamente y echa a su hijo sin mediar palabra. Cuando el sacerdote que escucha la confesión de Perry le pregunta si quiere a su padre, si le ha perdonado, él responde: “No, le odio… le odio y le quiero”. Parece la posición ética, agresivamente contradictoria, que Brooks mantiene hacia esa América que le obsesiona diseccionar. Por un lado, la América que representan el abuelo y el nieto que se dedican a recoger botellas vacías de coca-cola en medio del desierto a cambio de tres centavos por envase, la América de la Depresión conservada intacta en formol, y que ahora irrumpe como un fantasma en un espacio abierto, reivindicándose como pasado pluscuamperfecto de la América de Dick y Perry, que conducen por carreteras secundarias para robar y, si se tercia, asesinar a sus benefactores. Es una América que despierta la bondad más recóndita de los protagonistas, y que Brooks filma con un cariño que se trunca pocos minutos después, cuando Dick y Perry se topan con la policía, en una elipsis que nos ahorra, con insólita brusquedad, el proceso de detención. Llega entonces la América que juzga, la que interroga y la que castiga a quienes han obrado desde la visión deformada de un sueño de éxito, de una posibilidad de redención. Si la América de Brooks es un país sin padre, A SANGRE FRÍA es el grito de guerra de un cine americano que empieza a cuestionar sus figuras paternas. Scorsese, Coppola, Cimino y compañía saludan desde las casillas de salida (…).
Sergi Sánchez, “Los hermosos y los malditos. Notas sobre The Last Time I Saw Paris & In the cold blood”, en Quim Casas & Ana Cristina Iriarte (eds.) Richard Brooks, Filmoteca Española, 2006 (extracto)