EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES

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Poster de la película
Año de estreno: 1950. Duración: 108 min. País: EE.UU. Género: Drama.
Título Orig.- Sunset Boulevard. Director.- Billy Wilder. Argumento y Guión.- Charles Brackett, Billy Wilder y D.M. Marshman Jr. Fotografía.- John F. Seitz (B/N). Montaje.- Doane Harrison. Música.- Franz Waxman. Productor.- Charles Brackett.  
Producción.-Paramount. Intérpretes.- Gloria Swanson (Norma Desmond), William Holden (Joe Gillis), Erich von Stroheim (Max vonMayerling), Nancy Olson (Betty Schaefer), Fred Clark (Sheldrake), Lloyd Gough (Morino), Jack Webb (Artie Green). 
3 Oscars: Guión, Música y Dirección artística (Hans Dreier, John Meehan, Sam Comer y Ray Moyer).
8 candidaturas: Película, Director, Actor principal, Actriz principal, Actor de reparto (Erich von Stroheim), Actriz de reparto (Nancy Olson), Fotografía y Montaje.
Temática:
 
   En palabras de Billy Wilder: “La idea básica de la película era la historia de una estrella del cine mudo envejecida, una diva envejecida que no ha conseguido dar el paso para adaptarse a los nuevos tiempos, como les sucedió en realidad a muchas estrellas, y que se encierra en los sueños de su gran pasado como en un mausoleo y vive allí de las ilusiones de su gran retorno. El paso del cine mudo al cine sonoro fue un corte histórico de los más radicales que Hollywood ha experimentado… por lo menos antes de que se inventara la televisión. Y en la película, se podía mostrar un corte realmente visible”.
   «EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES también muestra ese corte por medio del reparto. La película hace actuar a Gloria Swanson -en el papel de la estrella del cine mudo Norma Desmond, que no quiere reconciliarse con la edad y con el hecho de ser dejada de lado- con los grandes y exagerados gestos y muecas, con la mímica expresionista, que produce una extraña sensación en el espectador, y que son propios del cine mudo, como si su tragedia solo pudiera reproducirse con los medios melodramáticos del cine mudo. Y William Holden juega con los medios retomados, realistas y modernos del cine negro, su moderación contrasta con la reacción exagerada de ella».

Billy Wilder & Hellmuth Karasek, Nadie es perfecto, Mondadori, 2000.

 
 Trailer de EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES

Valoración: 
   «Ya en la época del cine mudo, Hollywood se había interesado por Hollywood, y había descubierto qué gran tema de películas era echar una ojeada detrás de las candilejas del cine. Había comedias tan fantásticas como la película de Jean Harlow Blond Bombshell (1933), que rodó Victor Fleming; estaba Hollywood al desnudo (1932) de George Cukor, en la que un director borracho convierte en estrella a una camarera y se pega un tiro. Y estaba, como continuación de esta, la película Ha nacido una estrella (1937), de William Wellman. Y además estaba todavía Los viajes de Sullivan (1941) de Preston Sturges, una burla que empieza con arrogancia, y acaba casi en tragedia, sobre la relación existente entre la apariencia (Hollywood) y la realidad (social de Estados Unidos). EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES, su película más personal, agarra a Hollywood por su orgullo desmesurado, por su delirio, su capacidad de olvido y su falta de agradecimiento; muestra el precio que la ciudad de los sueños hace pagar por sus ilusiones. Ha seguido siendo, hasta el presente, la mejor película sobre Hollywood de entre todas las películas sobre Hollywood».

 Billy Wilder & Hellmuth Karasek, Nadie es perfecto, Mondadori, 2000.
   «El efecto que causó EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES fue grandioso y al mismo tiempo chocante. El hecho de que pudiera tener un efecto tan corrosivo, seguramente se debía también a los métodos interpretativos que Stroheim utilizaba de un modo tan tajante. Y tanto él como la Swanson aportaron a la película la fuerza de su propio pasado. Tal y como Wilder recuerda, Stroheim contribuyó con algunas ideas que convirtieron su relación con la Swanson en algo más cáustico y ofensivo. Por ejemplo, fue idea suya que él, ex marido de la diva, le escribiera cartas de fans, para seguir manteniendo viva su ilusión de seguir siendo tan amada como antes. Stroheim incluso sugirió que en una escena se mostrara cómo él lava su ropa interior, es decir, sus bragas, para manifestar todavía más claramente su relación de sometimiento masoquista. Wilder rechazó esta idea: “Ya teníamos suficientes dificultades con la censura”.
   De entre las reacciones que desencadenó la película hay una anécdota significativa. Después del estreno, al abandonar el cine, Louis B. Mayer, en aquel entonces el Gran Mogol de Hollywood, se abalanzó completamente enfurecido sobre Wilder: 
-Bastardo, ha arrastrado por el lodo a la industria que lo ha convertido a usted en alguien y que le ha dado de comer. ¡Habría que alquitranarlo, emplumarlo y echarlo de la ciudad!
La respuesta de Wilder fue muy breve:
-¡Qué lo follen!»

 Billy Wilder & Hellmuth Karasek, Nadie es perfecto, Mondadori, 2000.
   «La pregunta no debe ser: ¿Cómo es posible que Joe Gillis sea capaz de narrar su historia después de morir asesinado? La pregunta, en realidad, es: ¿Por qué nos sorprendemos de ello? Toda historia se narra desde algún lugar que no es únicamente el del autor. Y no sólo se trata de convocar a la industria y sus imposiciones, sino también a la herencia cultural y la tradición. De algún modo, el “Ulises” de James Joyce es igualmente obra de Homero, del mismo modo en que podría serlo Centauros del desierto. O incluso igual que Vértigo, según describió Eugenio Trías en “Lo bello y lo siniestro”, tendría por autores tanto a Alfred Hitchcock como a E.T.A. Hoffmann, en cuyo cuento “El hombre de la arena” se encuentran varias de las directrices de la película. Todas las historias, pues, tienen detrás a un cadáver que las cuenta, aunque sólo sea en parte. Si acaso, lo que puede atribuirse a Billy Wilder es la materialización de esa instancia poética. EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSESse narra desde una piscina, a través de la voz de un hombre muerto; el punto de vista principal es precisamente la ausencia de punto de vista: La narración desde la nada.
   Hay otro relato de Hoffmann, “El canto de Antonia”, que tiene que ver, esta vez, con Wilder, pues Antonia es también el nombre de una de las protagonistas de Fedora, como ya advirtió Domenec Font en “La última mirada”, reafirmando en ese plural la condición inestable tanto de la perspectiva como del objeto narrativo. Y no sólo eso: El cuento en cuestión es la historia de una muchacha de voz prodigiosa pero salud frágil -hasta el punto de que cualquier esfuerzo de sus cuerdas vocales podría llevarla a la muerte-, encerrada por su celoso padre en un caserón quizá para librarla de todo mal, quizá para evitarse a sí mismo cualquier posibilidad de sufrimiento. Esta tensión entre el amor altruista y el amor posesivo está también presente en las dos películas de Wilder mencionadas. En EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES (1950), la actriz Norma Desmond (Gloria Swanson) recluye a su protegido, el guionista en paro Joe Gillis (William Holden), entre los muros de su mansión-cárcel con la intención de darle una vida regalada, pero sobre todo con la esperanza de que su presencia la devuelva a la juventud. En Fedora (1978), la hija de la famosa actriz del título (Hildegarde Knef), llamada Antonia (Marthe Keller), vive encerrada en otra gran villa, esta vez no en Sunset Boulevard sino en Corfú, en principio para que no recaiga en la drogadicción, en realidad para perpetuar la imagen de su madre, todo ello bajo la mirada vigilante de Detweiler, un productor en decadencia (de nuevo Holden, con lo que se cierra el círculo).
   Hoffmann no es la única presencia que se oculta tras esas densas redes de significados. A menudo, cegados por el equívoco aliento hollywoodiano de sus comedias más conocidas, olvidamos la ascendencia vienesa de Wilder, su pertenencia a una tradición trágica sustentada en la lenta decadencia del imperio austrohúngaro, su inevitable inscripción en la herencia del idealismo y el romanticismo alemanes. Tanto EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES como Fedora ilustran el pacto fáustico con el diablo al que Goethe dio carta de naturaleza, uno de los motivos centrales de la moderna cultura germana. Lo que ocurre es que el rostro de Mefistófeles se refleja ahora en el cine, así como en su implacable reflejo de la existencia y del envejecimiento, lo cual convierte en imposible la eterna juventud si no es en las imágenes proyectadas en una pantalla. Todo es, entonces, una puesta en escena: El torpe remedo de ese mundo ideal que Hölderlin localizó en la antigua Grecia y muchos años después Fritz Lang u Otto Preminger, también vieneses, escenificaron en sus sórdidas imitaciones de la vida.
   No hay que buscar esa herencia, sin embargo, en el barroquismo desbordante de EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES, ni en sus dudosos claroscuros, ni siquiera en la presencia de Erich Von Stroheim incorporando a Max Von Mayerling, nombre que evoca a la vez la ciudad donde se inició la caída del imperio y a otro de sus cronistas más conspicuos, Max Ophüls, autor a su vez de una película curiosamente titulada De Mayerling a Sarajevo (1939).
   Como en Sabrina y Ariane, quizá sus dos películas más brechtianas, pero también como en El apartamento o En bandeja de plata, el mundo como representación genera personajes desfasados respecto a su entorno que siempre sueñan con encontrar su lugar. Y la descomposición de la realidad instaura un peculiar reino de las sombras en el que los figurantes andan a tientas con el único objetivo de encontrar la salida. Como en la obra magna de otro ilustre austríaco, Robert Musil, los personajes de Wilder suelen ser hombres y mujeres “sin atributos”, a la espera de que alguien llene sus vidas y dé cuerpo a sus ilusiones. Ninguno de los universos en los que se mueven, no obstante, será lo suficientemente estable como para retenerlos. En consecuencia, las dos películas de Wilder sobre el mundo del cine son las que exponen con mayor claridad este divorcio entre el mundo real y el mundo ideal, tan típico de la mentalidad centroeuropea. Y las que mejor muestran, igualmente, los desplazamientos que se producen entre uno y otro, mediados siempre por sendas llamadas. Joe Gillis se debate entre el guión que debe reescribir para Norma y el que elabora junto con Betty (Nancy Olson), la joven correctora de la Paramount de la que se enamora. La vida entera es un guión, y los pequeños guiones en que se subdivide dictan los actos del comportamiento humano. En EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES no son Norma ni Betty quienes interesan a Joe, sino sus respectivos guiones, o, en su defecto, los modelos vitales que ellas le proponen; se ve constantemente reclamado por las llamadas tanto de Norma como de Betty, que intentan atraerlo a sus respectivos mundos, tan ilusorios uno como otro.
   El hecho de que los personajes de estas dos películas malvivan encerrados en fortalezas tanto físicas como mentales, constantemente tentados por las llamadas de falsos universos ideales, repercute también en la posición del espectador. Tanto EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES como Fedora son películas construidas sobre f1ashbacks, relatos explícitamente contados por narradores que aparecen como tales en las imágenes. En el primer caso, ya se ha dicho, ese narrador es un cadáver. En el segundo, se trata de varios portavoces que desgranan su verborrea alrededor de otro cuerpo sin vida. Esta transposición inverosímil se repite en diversas formas a lo largo de ambas películas, en el fondo dos historias de fantasmas que se niegan a serlo, o de espectros que no saben que lo son, que su deambular es una mera puesta en escena.
   Hay dos planos misteriosos, en realidad dos contraplanos imposibles que hermanan EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSESy Fedora. Joe Gillis yace muerto en la piscina, al principio de la primera de esas películas. Una toma lo filma flotando boca abajo, con los brazos extendidos, mientras la policía y los periodistas se arremolinan a su alrededor. De repente, el contraplano lo enfoca desde el interior de la piscina, como si la cámara se hubiera sumergido en el agua. ¿Desde dónde se nos está hablando? Al final de Fedora, cuando se narra la trágica muerte de Antonia, el reverso de la imagen en que ésta se lanza a las vías del tren muestra a la asistenta horrorizada, como si la escena se narrara desde su punto de vista, cosa que no es así. ¿Para qué, entonces, ese contraplano? En ambos casos las escenas aparecen por dos veces. El principio de EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES se repite al final, incluyendo el contraplano en cuestión. Y el final de Fedora es también la escena con que se inicia el relato, aunque en ese caso no se vea la figura de la asistenta. Los personajes atrapados en el final de sus propias narraciones, en el epílogo de su interminable encierro, intentan atraer al espectador a su terreno a través de llamadas análogas a las que ellos mismos escucharon una vez: Cantos de sirena, tentaciones de Orfeo, trucos de la ficción».

Carlos Losilla, «El espectador atrapado», en dossier «Aquí un amigo: Billy Wilder», rev. dirigido, mayo de 2002.
   «Al principio de EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES, la cámara enfoca un arcén en el que pueden leerse las palabras “Sunset Blvd.”, el título original de la película. Se inicia entonces un travelling hacia atrás que filma el asfalto de esa misma carretera, en una toma en continuidad, supuestamente desde la parte trasera de un automóvil. El efecto que produce en el espectador esta imagen de perturbadora abstracción, en su incesante movimiento, es a la vez de atracción e impotencia. Sabe que la película lo está conduciendo a algún lugar desconocido, lo cual aviva su curiosidad, pero también siente que no puede hacer nada para impedirlo. Además de una metáfora del itinerario de Gillis, esta obertura supone una quiebra respecto a la manera habitual en que se distribuyen los créditos iniciales en el Hollywood clásico: Frente al acostumbrado hieratismo de los fondos, el subrayado de su carácter huidizo, el desvanecimiento de sus señas de identidad. El suelo parece moverse bajo los pies del clasicismo. Y el espectador se ve implicado en ese viaje sin proponérselo, intrigado por un futuro incierto -el de la película, el suyo propio, luego también el de Gillis– y apenado por las certezas que inevitablemente quedan atrás -Sunset Boulevard: el cine como mito-. Observemos igualmente el plano con el que se cierra esta misma película. Norma Desmond desciende las escaleras de su mansión, completamente enajenada, en la creencia de que va a iniciarse el rodaje de su película. Sus ojos miran fijamente a la cámara, mientras sus manos dibujan evanescentes arabescos en el aire viciado de la gran mansión. Como en una sesión de hipnosis, el espectador se ve arrastrado hacia la pantalla, su mirada engullida por la espiral que trazan ojos y manos, atrapado en la tela de araña de un relato cuyo vértigo narrativo ejerce en él una poderosa fascinación.
   Ni EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES ni Fedorason películas sobre lo que suele llamarse “el cine dentro del cine”. Hay en ellas, es cierto, polvo de estrellas, destellos de dudoso glamour, incluso cineastas reales interpretándose a sí mismos. Pero ese cine no está dentro del otro cine, el que representa la propia película, sino que se distancia de él para denunciarlo: Lejos de cualquier tentación cinéfila o mitómana, las mentiras del cine no resultan en absoluto fascinantes, ni tampoco representan un paradójico acceso a la verdad. En lugar de mostrarse como reflexiones sobre el medio, utilizan éste como laberinto de espejos en el que toda realidad encuentra su desmentido, lo cual elimina cualquier posibilidad de descripción. No en vano inventor de la comedia ontológica, Wilder concebía el cine como una gran impostura sobre la que no cabía pensamiento alguno. Exactamente igual que la propia vida. Sin embargo, una visión consecutiva de las dos películas ofrece no pocas continuidades entre ambas.
   EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES habla de la muerte definitiva del cine mudo, de la desaparición de sus últimas estrellas, del nuevo Hollywood que nace tras la Segunda Guerra Mundial. Fedorarelata también otra época de transición, la del cine americano de los años setenta, el eclipse de los viejos maestros y la emergencia de los nuevos cineastas, a los que Detweiler se refiere frecuentemente de modo harto despectivo. Más que ver en ello, no obstante, la acidez de un Wilder anciano y malhumorado, cabría entender una especie de último lamento. Cuando realiza EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES, Wilder está situado en una de las muchas cúspides de su carrera, en plena efervescencia de vítores y premios, como demuestra, por ejemplo, Días sin huella (1945). Cuando se enfrenta a Fedora, en cambio, es un cineasta en entredicho que, tras el fracaso de dos de sus obras más íntimas, La vida secreta de Sherlock Holmes (1972) y ¿Qué ocurrió entre tu padre y mi madre? (1973), ha debido plegarse al aire de los tiempos, entonces la llamada “moda retro”, para realizar Primera plana (1974). Se trata, pues, de dos crisis muy distintas. La primera es la de un sistema lingüístico en el que ni siquiera participó -el cine mudo- y de otro en cuya demolición participa activamente -el clasicismo-. Lo cual da otra interpretación a las distintas llamadas al espectador: El cine muestra la maquinaria oculta tras su supuesta magia. La segunda crisis es la de su propio sistema de representación, no el cine clásico sino su trastienda. Por ello, Fedoraestá a caballo entre el colapso definitivo de un cierto posclasicismo y el nacimiento de la modernidad, cuya misión ya no es desvelar funcionamientos sino transcribir los signos del vacío.
   A pesar de sus diferencias, hay una cosa que comparten las dos películas. Y existe igualmente un grado de progresión que las distingue sutilmente. Ya queda enunciada la irrealidad de todos los ámbitos que frecuenta Gillis: El palacio de los horrores en el que convive con Norma Desmond y la burbuja de cristal donde escribe su guión con Betty. Sin embargo, mientras la escena del rodaje con Cecil B. De Mille en EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES se centra en lo que sucede detrás de las cámaras, su correlato en Fedora, además de dividirse en dos, prefiere mostrar una inquietante continuidad entre el universo de la ilusión y el de la realidad. En los dos casos, en las dos películas, se trata de la puesta en escena de una puesta en escena. Pero mientras en EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSESel vacío queda de algún modo enunciado, paradójicamente denunciado por una especie de incontinencia iconográfica que lleva a mostrarlo todo, en Fedora ya no hay imágenes posibles para referirse a él, pues cualquier intento de mencionarlo topa con la prohibición absoluta de traspasar las fronteras de la ficción».

Carlos Losilla, «El espectador atrapado», en dossier «Aquí un amigo: Billy Wilder», rev. Dirigido, mayo de 2002.
   «Se ha inscrito en más de una ocasión a EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSESdentro del cine negro, hasta el punto de que suele aparecer con relativa frecuencia en las monografías sobre este género. En cambio, no suele situársela dentro del cine fantástico, cuando su escenario más llamativo (la gótica mansión de Norma Desmond) e incluso diversos aspectos de su estructura narrativa y hasta determinados detalles remiten, cuanto menos, a la imaginería de este género: La llegada de Gillis a la casa de Norma huyendo de sus acreedores, coincidiendo con los preparativos para el funeral del chimpancé de Normarecientemente fallecido (y al cual Gillisbautiza, sarcásticamente, como “el bisnieto de King Kong”), así como el entierro de ese mismo simio, en el jardín de la mansión y metido en su pequeño ataúd blanco a la tenue luz del candelabro sostenido por Norma; el papel del mayordomo Maxen la vida de la actriz, a la que protege como el sirviente humano que vela el ataúd de su amo vampiro durante el día; recordemos nuevamente que la secuencia arranca con la siniestra figura de un hombre muerto que nos narra los hechos desde ultratumba…Pero, aparte del fantastique, que en no poca medida impregna de un modo u otro el grueso del relato (más, si cabe, que la sombra que proyecta sobre el mismo el cine negro), EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES contiene referencias a la comedia silente (guiño a Chaplin y presencia física de Keaton) e incluso a la comedia musical (el plano de apertura de la secuencia de la fiesta de Nochevieja en el apartamento de Artie/Jack Webb). De este modo, el film parece sugerir que su lectura sobre el star-system de Hollywood va más allá de la mera digresión en torno a la desaparición del cine mudo y apunta hacia el artificio del lenguaje cinematográfico en su totalidad, como si nos advirtiera de que Normano está sola en su locura: Todo el mundo la secunda inconscientemente: La mirada final de la protagonista, acercándose hacia la cámara/el espectador, y fundiéndose con la pantalla, así parece apuntarlo».

Tomás Fernández Valentí, «El crepúsculo de los dioses», en dossier 
«El cine dentro del cine», rev. Dirigido, septiembre 2011. 

Fuente: Fichero del AULA DE CINE/CINE CLUB UNIVERSITARIO. Centro de Cultura ContemporáneaUniversidad de Granada. Con fines divulgativos.