Los puentes de Madison (1995)

Área de Cine y Audiovisual / Cineclub Universitario UGR / Aula de Cine "Eugenio Martín"

  Reescritura del melodrama romántico

Tras dirigir dos obras como SIN PERDÓN y UN MUNDO PERFECTO, personalísimas recreaciones de sendos moldes genéricos con fuertes raíces en el cine del pasado, Clint Eastwood propone con LOS PUENTES DE MADISON una no menos singular y poderosa reescritura del melodrama romántico extraído de la más genuina línea Douglas Sirk. Un nuevo salto al vacío que confirma a Eastwood como el director americano contemporáneo más dotado para enlazar con la tradición clásica desde la modernidad.

Estamos ante una reinterpretación del cine clásico desde la plena conciencia de su historicidad tratando de encontrar fórmulas actuales para heredar la tradición, prolongándola de manera creativa. Este empeño convierte a Eastwood en un cineasta de avanzadilla, capaz de reformular la expresión narrativa de los viejos géneros en nuevos cauces para un discurso moderno. La historia de amor que viven en una granja de Iowa, un curtido y ya veterano fotógrafo del “National Geographic” y una madura ama de casa, madre de dos niños, cuando éstos y su esposo se ausentan del hogar durante algunos días del otoño de 1965, viene a prolongar ese ambicioso programa, no formulado por su director, que parece apuntar hacia la reescritura contemporánea del clasicismo como vía para reencontrar la verdad interna de la imagen.

¿Qué sentido puede tener, para un cineasta moderno, la realización de una película como LOS PUENTES DE MADISON? Una posible respuesta pude encontrarse en la estructura narrativa que el guionista Richard LaGravenese le ha brindado a Eastwood al recomponer la novela original de Robert James Waller.  Dicha estructura, que esencialmente pivota sobre un largo flashback apenas interrumpido en un par de ocasiones y que no tiene -como tal construcción- nada de novedosa, sí que ofrece la singularidad de convertir al conjunto de la representación (es decir, a la historia de amor propiamente dicha entre Robert Kincaid y Francesca Johnson) en la evocación que deriva de la lectura, a lo largo de una noche, del diario escrito por ella, desconocido hasta entonces y descubierto por sus hijos cuando éstos asisten a la lectura del testamento materno. Lectura nocturna y testamentaria, por tanto, de un texto que proyecta sobre las imágenes evocadas una pátina de melancolía casi fantasmagórica en su oscuro y denso realismo. Un texto leído desde el presente que convoca un pasado doblemente filtrado: primero, por el sentimiento de vitalidad y de amargura al mismo tiempo que respiran las páginas escritas por Francesca; segundo, por el descubrimiento atónito y progresivamente revelador que sus hijos hacen de unos hechos que desconocían y que su madre había guardado celosamente en secreto para no perturbar la unidad familiar.

Lejos, sin embargo, de toda consideración conformista, la película no elogia tanto el sacrificio de Francesca por la actitud final que adopta, como su valentía al atreverse a vivir con autenticidad una pasión que nunca antes había experimentado. En este sentido, es la experiencia narrativa del romance adúltero vivido por Francesca y Robert la que proporciona a los hijos de la primera una enseñanza de valentía, de honestidad, de compromiso con uno mismo y de no sumisión a la hipocresía, a través de un diario cuya lectura -en este sentido- permite a un pasado subjetivo vivificar a un presente que se adivina seco y atrapado por las convenciones. Lo más interesante de la propuesta reside, sin embargo, en el hecho de que ese pretérito se adivina probablemente más intenso en la evocación melancólica, en la narración romántica de Francesca, que en la realidad efectivamente vivida durante aquel corto idilio. Lo que filma Clint Eastwood, por tanto, es una evocación literaria presentada como tal y, por consiguiente, pasada por el filtro de la subjetividad idealizadora. Esta dimensión de orden metalingüístico, que las imágenes nunca llegan a explicitar y que la construcción narrativa tampoco subraya más allá de lo imprescindible, es la que aleja definitivamente a esta hermosa película de la ingenua (y ya imposible) reedición simplista de un melodrama sentimental y lloroso, para convertirla en una reconsideración adulta y sorprendentemente moderna de un relato inserto dentro de la narración, al que las imágenes de Eastwood le prestan, en consecuencia, una imagen traspuesta, intermedia, expresamente connotada como tal, preñada -además- de lirismo subjetivo y de ecos funerarios.

Ficha Técnica

  • Año.- 1995.
  • Duración.-  136 minutos.
  • País.- EE.UU.
  • Género.- Romance.
  • Título Original.- The bridges of Madison County.
  • Director.- Clint Eastwood.
  • Argumento.- La novela homónima (1992) de Robert  James Waller.
  • Guión.- Richard LaGravenese.
  • Fotografía.- Jack N. Green (Technicolor).
  • Montaje.- Joel Cox. Música.- Lennie Niehaus.
  • Productor.- Clint Eastwood y Kathleen Kennedy.
  • Producción.- Malpaso Productions & Amblin Entertainment para Warner Bross.
  • Intérpretes.- Meryl Streep (Francesca Johnson), Clint Eastwood (Robert Kincaid), Annie Corley (Carolyn Johnson), Victor Slezak (Michael Johnson), Jim Haynie (Richard Johnson), Phyllis Lyons (Betty), Debra Monk (Madge).
  • 1 candidatura a los Oscars: Actriz principal.

Curiosidades

  • La consumación del deseo es la parte más débil de una película que podría continuar hasta el infinito con los fundidos, ya bastante elocuentes, sobre Robert y Francesca bailando. También resulta poco verosímil que en agosto, en Iowa, después de que los personajes se hayan lamentado del calor, se encienda la chimenea, aunque sea de noche. La felicidad es el elemento explícito que las imágenes -realizadas de tal modo que crean vacíos y omisiones- no captan: aunque Eastwood apuesta siempre por la insistencia (no recuerdo una película en la que los protagonistas se besen tan a menudo), por la exhibición demoledora (el cuerpo pesado y sensual de Merryl Streep y el cuerpo seco de Eastwood, que se puede permitir el lujo de interpretar a un personaje doce años más joven que él) y, en cualquier caso, por la tactilidad, la fisicidad del deseo; el cual se corresponde además con la explicitud, con el ansia por decirlo todo típica de las últimas películas de Eastwood.
  • El contenido de toda reliquia, el objeto de toda búsqueda siempre es, por definición, ligeramente decepcionante. Cualquier escena de sexo, por otra parte, recuerda a todas las demás. Lo que cuenta en LOS PUENTES DE MADISON es lo que ocurre antes y después de la película. Alguna secuencia, por sí sola, encierra todo el contenido del film: por ejemplo cuando Francesca está en el coche junto a su marido, que sigue sin saber nada y, bajo la lluvia, observa a Robert que, de espaldas, en la furgoneta de delante, cuelga del retrovisor la cruz que le ha dado y espera que ella se reúna con él. La mano de Francesca tiembla sobre el picaporte, Robert no arranca, el marido toca el claxon, la lluvia cae, las lágrimas fluyen. Se trata ya de fantasía pura (¿durante cuánto tiempo permanece Robert detenido ante el semáforo?), es cine fuera del tiempo y sin tiempo.
  • Hay algo, sin embargo, que ningún director clásico se habría permitido, sobre todo en un melodrama: los dos protagonistas desaparecen sin que presenciemos su muerte, es más, no llegan ni siquiera a ser fantasmas. Tan sólo dos voces leen y resumen su historia. Los aparecidos de Eastwood ya pretenden tan sólo agarrarse por un momento a la memoria antes de volver a las cenizas. Más o menos como su cine: el nihilismo y la furia de otros tiempos han desaparecido, pero las negativas convicciones que se expresan en UN MUNDO PERFECTO ya no parecen tan firmes. Queda tan sólo una tendencia crepuscular a refugiarse en los sentimientos y, fundamentalmente, la fe en la posibilidad de continuar contando historias. En este sentido Eastwood es verdaderamente el último de los clásicos.

   Fuente: Cuaderno del Cine Club Universitario. Centro de Cultura Contemporánea. Vicerrectorado de Extensión Universitaria. Universidad de Granada.